Jesús estaba entusiasmado con el
evangelio de Reino. Jesús vivía la alegría de saberse en manos de un Dios al
que llamaba papá, Abba. Jesús veía en todo lo que le rodeaba la acción amorosa
del Padre. Jesús estuvo en permanente conexión con ese Dios que hace salir su
sol sobre malos y buenos. Y en todo estuvo pendiente de hacer su voluntad. ¿De
dónde le vino todo eso? ¿Cómo lo aprendió? ¿Qué recorrido hizo a lo largo de su
vida para llegar a ese convencimiento?
Los teólogos enseguida responden: Jesús
tenía ciencia infusa, su mirada era la de Dios desde siempre.
Para muchos esa no es una contestación
válida. ¿Para él tan fácil y tan difícil para nosotros? Va a resultar que Dios
no nos quiere, o que no es tan bueno como se dice.
Pero no, eso no puede ser. Esa imagen
de Dios es falsa, y a Jesús se le niega la humanidad.
A través de estas dos historias del
evangelio, Jesús está indicando que hay que moverse, ser curiosos, indagar y
buscar, escoger lo mejor, no quedarse con lo primero que salta a la vista.
Labradores ha habido multitud, que a
duras penas han sobrevivido de su trabajo. Sólo quien ara más profundo, quien
no se contenta con lo que ha recibido, quien explora y experimenta, puede dar
con ese tesoro que se halla oculto.
Comerciantes también ha habido muchos,
demasiados. La mayoría han pasado a la historia sin pena ni gloria. Quienes han
salido en busca de un producto nuevo, una mercancía preciosa, capaz de
revolucionar el mercado y atraer clientes han triunfado, y son conocidos.
Muchos cristianos vivimos una vida
religiosa sin brillo ni entusiasmo. Siempre hemos sido así, porque así nos enseñaron.
También en tiempos del evangelio se
creía así, por tradición, como una rutina. Pero Jesús quiere romper ese sino y
apremia a la gente que le sigue a mirar con ojos nuevos, a vivir a corazón
abierto, a mover los pies y las manos para no quedarse en la modorra y la apatía.
¡Cómo deseaba el comerciante aquella
hermosa perla! ¡Cómo se movió el labrador para hacerse con aquel tesoro!
¿Deseamos a Dios? ¡Si ya lo tenemos!
Puede responder alguien. ¿En que se manifiesta? Podemos preguntarnos. ¿Dónde
está la alegría, dónde el entusiasmo, qué tipo de convencimiento es el nuestro?
Cuentan de un discípulo que fue en
busca de su maestro y le dijo: “Maestro yo quiero encontrar a Dios” Y un día en
que el joven se bañaba en el mar, el maestro le agarró por la cabeza y se la
metió bajo el agua unos instantes, hasta que el muchacho desesperado, en un
supremo esfuerzo logró salir a flote. Entonces el maestro le preguntó: “¿Qué
era lo que más deseabas al encontrarte sin respiración?” “Aire”, contestó el
discípulo. “Cuando desees a Dios de la misma manera lo encontrarás”
Cuando busquemos a Dios con la misma
convicción y con sencillez, cuando tengamos necesidad de él y nos pongamos a
buscarlo, él se nos hará presente y sentiremos su cercanía y su presencia a
nuestro lado.
Pidamos al Padre la gracia de
disfrutar del gran don de la fe.