El mensaje que yo deduzco de estas
lecturas bíblicas es que nuestro Dios, el Dios de Jesús de Nazaret, no está en
la violencia sino en la paz, no en la tormenta sino en el sosiego, no en el
huracán sino en la calma, no en la voz tonante sino en el susurro delicado.
Las situaciones de peligro de
cualquier tipo están ahí, y no siempre las podemos evitar. Y es normal que nos
invada el miedo, incluso el terror. Pero existe una terapia para superarlo, y
eso es lo que el evangelio quiere indicarnos. El creyente sabe que cualquier
situación, incluso las difíciles, están habitadas por la presencia de Dios. Que
Dios está ahí, en medio, a nuestro lado. Al creyente se le pide que confíe no
en su fe, ni en sus fuerzas, sino en Jesús.
Pero no es cuestión de palabras
bonitas, que son las que solemos decir los curas en las homilías. De alguna manera
nos tenemos que poner en disposición de adquirir confianza y tener valor.
Dice el Evangelio que Jesús subió al
monte a solas para orar. ¿Para qué? Seguramente para estar con Dios, para sentirle
cercano y Padre, para aclararse más y más en lo que ha de hacer y en cómo
hacerlo. Una fuente importante de confianza que vence al miedo está en la oración.
Alguna forma de oración le es imprescindible a la vida cristiana.
Dios no estaba en el fuego ni en el
huracán. Y si Dios no estaba allí, tampoco nosotros debemos estar ahí. Sólo la
brisa construye. Ser como Dios es ser brisa suave para los demás, palabra
amable, gesto cariñoso, compañía confiada.
En esta eucaristía, en la que Jesús se
hace presente a través de la Palabra y del Pan, Jesús mismo susurra una vez más
a cada uno de nosotros y a toda nuestra comunidad: ¡Animo, no temáis, soy yo!