Domingo 6º del Tiempo Ordinario


¿Puede alguien decir que nunca se ha enfadado con su hermano, que no ha mirado a una persona con mal deseo, o que siempre y a todos dice la verdad? ¿Estamos libres de insultar, utilizar a las personas o prometer en falso? Siguiendo y observando lo que está mandado por las leyes y sancionado por las normas, ¿conseguimos vivir con el corazón apaciguado, en fraterna correspondencia con los demás y en sintonía con Dios?
El Evangelio es Buena Noticia también porque ilumina los rincones oscuros de la propia vida, aquellos que mantenemos más disimulados y ocultos, y pone en evidencia una realidad que no siempre queremos reconocer: que somos pecadores. A partir de aquí, Jesús propone una construcción interior —desde el «corazón»— de cada persona, para superar el legalismo, el cumplimiento puramente exterior de la ley y los mandamientos. Para dejar absolutamente desactivado lo que llamamos apariencias y formalismo.
No nos basta no llevar armas en el bolsillo; tampoco debe estar nuestra boca fácil al insulto que brota desde un corazón altanero y despectivo.
No es suficiente no cometer adulterio; tan indigno es desear lo ajeno, mirar con sentimientos perversos a una persona, envidiar a quien deberíamos considerar y respetar.
Si no se nos permite usar el santo nombre de Dios en vano, jurando; tampoco ocultar o disimular la verdad, sugerir medias verdades, propagar bulos e infamias, crear división y enfrentamiento.
La propuesta de Jesús tiene una finalidad concreta: que entremos en el Reino de los Cielos. Es decir, aprender a vivir como hijos y dejar que en nosotros reinen los criterios propios de Dios. Decidirse por lo que nos hace ser más profundamente humanos, siempre según el modelo que es Jesús.
En realidad se trata de hilar muy fino en el quehacer de nuestra vida. Ser exquisitos en nuestro pensar y en nuestro obrar. Aspirar a la santidad como nuestro Dios es Santo.
Por supuesto poco conseguiremos si nos limitamos a un voluntarioso querer vivir así. Ni con proponernos hacer todo el esfuerzo de que seamos capaces. Hay que reconocer la propia fragilidad, y pedir y dejar que sea el mismo Espíritu de Jesús que nos guíe y nos impulse desde dentro. Hay que saber aceptar el Reino como el gran regalo que Dios quiere ofrecernos y que irá construyendo en nosotros, si le dejamos actuar.
En esto, como en otras tantas cosas, lo primero es vernos ante Dios tal y como somos según el modelo Jesús. Tras este primer paso, ineludible, vendrán  otros de la mano del Espíritu.

Música Sí/No