¿Puede alguien decir que nunca se ha enfadado con su
hermano, que no ha mirado a una persona con mal deseo, o que siempre y a todos
dice la verdad? ¿Estamos libres de insultar, utilizar a las personas o prometer
en falso? Siguiendo y observando lo que está mandado por las leyes y sancionado
por las normas, ¿conseguimos vivir con el corazón apaciguado, en fraterna
correspondencia con los demás y en sintonía con Dios?
El Evangelio es Buena Noticia también
porque ilumina los rincones oscuros de la propia vida, aquellos que mantenemos
más disimulados y ocultos, y pone en evidencia una realidad que no siempre
queremos reconocer: que somos pecadores. A partir de aquí, Jesús propone una
construcción interior —desde el «corazón»— de cada persona, para superar el
legalismo, el cumplimiento puramente exterior de la ley y los mandamientos.
Para dejar absolutamente desactivado lo que llamamos apariencias y formalismo.
No nos basta no llevar armas en el
bolsillo; tampoco debe estar nuestra boca fácil al insulto que brota desde un
corazón altanero y despectivo.
No es suficiente no cometer adulterio;
tan indigno es desear lo ajeno, mirar con sentimientos perversos a una persona,
envidiar a quien deberíamos considerar y respetar.
Si no se nos permite usar el santo
nombre de Dios en vano, jurando; tampoco ocultar o disimular la verdad, sugerir
medias verdades, propagar bulos e infamias, crear división y enfrentamiento.
La propuesta de Jesús tiene una
finalidad concreta: que entremos en el Reino de los Cielos. Es decir, aprender
a vivir como hijos y dejar que en nosotros reinen los criterios propios de
Dios. Decidirse por lo que nos hace ser más profundamente humanos, siempre según
el modelo que es Jesús.
En realidad se trata de hilar muy fino
en el quehacer de nuestra vida. Ser exquisitos en nuestro pensar y en nuestro
obrar. Aspirar a la santidad como nuestro Dios es Santo.
Por supuesto poco conseguiremos si nos
limitamos a un voluntarioso querer vivir así. Ni con proponernos hacer todo el
esfuerzo de que seamos capaces. Hay que reconocer la propia fragilidad, y pedir
y dejar que sea el mismo Espíritu de Jesús que nos guíe y nos impulse desde
dentro. Hay que saber aceptar el Reino como el gran regalo que Dios quiere
ofrecernos y que irá construyendo en nosotros, si le dejamos actuar.
En esto, como en otras tantas cosas,
lo primero es vernos ante Dios tal y como somos según el modelo Jesús. Tras
este primer paso, ineludible, vendrán
otros de la mano del Espíritu.