No es de extrañar que el pueblo entero llorara aquel
día en Jerusalén durante la lectura del libro sagrado. Habían vuelto del
exilio, donde penaron en tierra extraña como huérfanos de Dios, y habían
empezado reconstruir la ciudad santa, de la que no quedaba piedra sobre piedra
tras muchos años de abandono.
Tampoco es de extrañar que los vecinos
de Nazaret estuvieran pendientes de Jesús, su paisano, que había escogido aquel
texto del profeta Isaías 61, 1-2 como programa de su función profética y
liberadora.
Hoy, aquí y en todas las iglesias de
la cristiandad, se ha proclamado el texto de San Pablo que nos dice: «Vosotros
sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro». ¡Es motivo sobrado para que
también nosotros escuchemos con toda atención y lloremos de alegría!
Es cierto que estamos saturados de
noticias, avisos, reflexiones, comentarios, coloquios; de manera que casi no
hay nada nuevo que escuchar. Todo está dicho y oído. Y es malo, muy malo. Es posible que ya no
esperemos nada; también es posible que, de tanto fracasar y sumidos en la
tristeza del momento, tampoco deseemos ya comunicar a nadie esos anhelos y
esperanzas que albergamos en nuestro interior, tal vez como el último resquicio
de vida que tozudo se niega a morir.
Pero si creemos en el Espíritu que nos
ha sido dado, si dejamos que sea Él quien vaya modelando con su fuego nuestra
vida, si aceptamos que hemos sido llamados para dar razón de nuestra fe y
testimonio de nuestra esperanza en el Dios bueno de Jesús, también nosotros
debemos decir convencidos: «El espíritu del Señor no cesa de empujarme para que
camine y hable. Me envía a dar una buena noticia a las víctimas empobrecidas, a
proclamar liberación para el pueblo aprisionado, a abrir puertas de claridad a
quienes no ven la salida de las tinieblas, a deshacer las ataduras del pueblo
encadenado, a proclamar que ha llegado la hora favorable de recibir la gracia».
No estamos peor que aquella gente de
Jerusalén o Nazaret; y aunque lo estuviéramos no por ello debiéramos sentirnos
abandonados a nuestras solas fuerzas ni arrojados en tierra extraña; porque
Dios ha prometido sernos fiel por siempre, porque hemos experimentado en
nuestra propia carne que Él nunca falla, porque creemos y queremos creer en
Dios, con Jesús mirándonos de frente nos atrevemos a decir: «Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír». Hoy se ha cumplido la proclama del profeta, ha
de hacerse realidad aquí y ahora para vosotros. Hoy nos juramentamos para
hacerlo realidad.
Jesús expone su programa, y nos une a
nosotros en su compromiso. Y esto es buena noticia, es Evangelio.