Empieza a ser frecuente que personas mayores, abuelos
o tíos, al ver que sus hijos bautizan a los nietos pero no vuelven a recordar
la fe cristiana ni a pisar las iglesias, digan ¿para qué bautizaron?
También yo me hago esta pregunta. ¿Para
qué bautizo?
Dentro del derecho que tienen los
padres a pedir el bautismo para sus hijos, ¿cabe cualquier cosa? ¿Merece la
pena bautizar cuando lo que se ofrece y lo que se pide tenga el mismo nombre,
bautismo, pero no sea lo mismo?
La escena evangélica en la que Jesús
recibe el bautismo de manos de Juan puede ayudarnos a entender este sacramento.
Jesús se considera pecador, tras escuchar el mensaje del Bautista, y decide
hacerse discípulo suyo. Sin embargo, Juan se adelanta a decir que ese paso por
el agua es sólo una pequeña señal, que lo importante es el bautismo en Espíritu
Santo y fuego. Por si sus palabras necesitaran explicación, la voz desde el
cielo afirma con claridad: Este es mi Hijo, el amado.
Jesús a partir de ese momento lo tuvo
claro. Era hijo, y aprendió a serlo obedeciendo al Padre. Supo que llevaba
dentro de sí fuego con el que incendiaría el mundo. El Reino de Dios se
convirtió en su empresa, porque era esa la voluntad del Padre.
No hizo la guerra, pero inició una
revolución; totalmente incruenta, porque el bien sólo es posible con la paz;
sin embargo él fue el sacrificado.
Cuando aquellos discípulos le piden
puestos importantes, les responde ofreciéndoles beber del cáliz que él va a
beber, y el bautismo por el que él mismo va a pasar.
Ser bautizado en Jesús, pasar por el
agua, es recibir el Espíritu de Jesús y empezar a arder para llevar adelante su
mismo compromiso.
No se trata de imitarle, sino de
seguirle. Más que repetirle, debemos inventarnos a nosotros mismos. Fijos los
ojos en él, ser también nosotros hijos de Dios, hermanos unos de otros, y todos
constructores del Reino.
Sólo haciendo el bien, es decir
escuchando y obedeciendo a Dios, nuestro bautismo será eficaz.