Celebrar en la Iglesia universal la Jornada del
Emigrante y del Refugiado es intentar añadir, si es posible desde la fe, un
plus de humanidad a nuestra mirada hacia las personas extranjeras que se han
acercado a nosotros por necesidad y con riesgo de sus propias vidas. En un
principio tal vez recibimos a estas personas con extrañeza y desconfianza;
luego, al sernos necesarias para según qué cosas, empezamos a verlas como un
mal soportable; ahora con la crisis, tal vez se hayan convertido en una
presencia invisible y engorrosa.
Si es verdad que hemos avanzado en
integración social y hasta puede que reconozcamos que nos hemos enriquecido en
nuestra capacidad de relacionarnos con su presencia, no podemos renunciar, como
creyentes en Jesús, a reflexionar sobre su realidad y la nuestra, para enmendar
malas actitudes y corregirnos.
Nuestra mirada siempre ha de estar
empapada por la fe. Y por la fe sabemos que Dios ha tomado partido por el ser
humano, por todo ser humano, cualquier ser humano. Ya no nos llamarán
abandonados, ni quedaremos devastados, porque seremos sus favoritos, sus
desposados, como proclama Isaías.
Además, todo el género humano formamos
para Dios no la suma de pequeños grupos diferenciados y separados, y entre
nosotros tantas veces enfrentados; sino que Él nos mira como a sus hijos e
hijas muy queridos, a los que ha conferido el mismo Espíritu, que lo obra todo
en todos para el bien común. San Pablo no sólo se refiere en su carta al
interior de la comunidad cristiana, tiene su mirada mucho más abierta e
incluyente.
En Jesús y en María encontramos, a
partir del texto joánico de las bodas de Caná, que no nos es posible ser discípulos
y estar al margen de las situaciones de conflicto o de necesidad en que se
puedan encontrar otras personas.
Hoy más que nunca debemos realizar
gestos visibles que alienten la fe, y hagan real la acogida, la integración y
la mutua ayuda entre quienes en principio nos consideramos diferentes: la
escucha, la cercanía, el diálogo, la mutua colaboración y edificación. Sólo así,
estaremos contando al mundo las maravillas del Señor, y el Reino de Dios se hará
patente a partir de esos aparentemente pequeños detalles. Llegaremos a ser el
pueblo de Dios haciéndonos unos a otros un mismo y único pueblo humano. Sólo
saliendo de nosotros mismos, peregrinando en la fe y guiados por la esperanza,
estaremos capacitados para tener a Dios en el centro, y al lado, bien cerca, al
inmigrante como preferido de Dios.