En cierta ocasión tuvimos que interceder desde la
parroquia por unos niños que iban al colegio sin los libros que les eran
requeridos. ¿No tienen para comprar el material escolar y vienen vestidos con
ropa de marca? Les hicimos ver que recibían ropa usada y juntos solucionamos el
problema. Aquella historia pasó, pero vuelve a repetirse con alguna que otra
frecuencia.
Tenemos un problema de difícil solución.
Si hubiéramos estado junto a Jesús
observando a la gente que frecuentaba el templo de Jerusalén puede que no
coincidiéramos con su apreciación. Veamos.
Una anciana entra en silencio, en
tanto el público va depositando su ofrenda en el arca de los dineros. Las
monedas caen haciendo ruido, más las más gordas, algo menos las pequeñas; de
vez en cuando el sonido parece una catarata porque van de golpe varias. La
mujer no hace ruido y casi pasa desapercibida. Pero la vemos. ¿Qué pensaríamos?
. Que tiene para dar; luego que no pida.
. Que haría mejor en usar ese dinero para ir mejor
vestida
. Que su ayuda es tan pequeña que ni
la contamos.
No lejos están los escribas, los
oficiales del templo y los sacerdotes y levitas. Entran como pavos reales, con
sus ropajes orlados de piadosas frases en los bordes, mostrando qué importantes
son y cuánto honor se les debe.
Jesús intenta dirigir nuestra mirada,
porque mirar sí que miramos, pero lo hacemos con prejuicios y desde nuestra
actitud egoísta.
Miramos con mirada interesada, y vemos
sólo aquello que queremos. De esa manera tal vez perdemos la oportunidad de ver
y descubrir cosas bien importantes.
La Palabra de Dios no sale de su boca
en balde: vuelve a Él después de haber dejado una huella profunda en quien la escucha.
Y lo que hemos escuchado esta mañana no nos deja indiferentes.
Dios mira al fondo de las personas. Le
dan igual las apariencias, el envoltorio y las luces de colores; tampoco le
importan los vestidos, la posición social o el aplauso de las multitudes. Dios
ve en el corazón.
Igual que Dios miró el gesto callado
de dos viudas que dieron cuanto tenían, también ahora mira nuestros corazones,
donde se manifiesta lo que en verdad somos y queremos ser.
Dios nos mira y nos invita a ser así:
limpios de corazón, desprendidos, serviciales, generosos; y a tener una mirada
como la suya, para no perdernos lo más profundo y hermoso que tiene esta vida
que Él nos regala.
Dejemos que nuestra mirada se vaya
transformando y llegue a ser tan misericordiosa como la de Dios. Así sabremos
qué actitudes debemos tener ante lo que vemos, valoraremos lo que de verdad
merece la pena y apreciaremos cuanto de evangélico hay en nuestra Iglesia más
allá de las apariencias: mujeres y hombres de fe sencilla y corazón generoso
que no escriben libros ni pronuncian sermones, pero son los que mantienen vivo
entre nosotros el Jesús del Evangelio. De ellos hemos de aprender los demás, incluidos presbíteros y obispos.