Jesús dirige a sus discípulos una
pregunta que también llega a nosotros: ¿Quién decís que soy yo?
Tanto el libro de Isaías, en la
primera lectura, como luego la carta de Santiago, nos ofrecen ayuda para
responder. Pero es Jesús, en el evangelio, quien al corregir a Pedro nos da la
clave única que debemos tener en cuenta: «El que quiera venirse conmigo, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera
salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio
la salvará».
La Iglesia tiene un hermoso y completo
tesoro doctrinal que se ha ido enriqueciendo a lo largo de los siglos,
enraizado, como no podía ser de otro modo, en el Evangelio de Jesús. Pertenece
a ese depósito de la fe una muy ajustada doctrinal social que hila fino fino en
todo lo que se refiere a la convivencia de los pueblos y las personas, y sus
circunstancias políticas, económicas, laborales y sociales. Pero es la gran
desconocida, a pesar de que no me cabe duda de que es precisamente gente de
Iglesia la que va a la delantera en el trabajo social y liberador en todo el
mundo.
No nos confundamos. Predicar a Jesucristo
no consiste en hacer que todo el mundo acate y se someta al poder de la
Iglesia, de manera que las leyes civiles tengan que ajustarse a las religiosas.
Anunciar a Jesús es buscarle en las personas concretas y reconocerle en los
rostros de los seres humanos, de todos; pero especialmente en aquellos con los
que él mismo se identificó: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos,
enfermos, encarcelados. Llevar el Evangelio a estas personas es acogerlas,
atenderlas, liberarlas. Tratarlas con la misericordia de Dios misericordioso.