Domingo 24º del Tiempo Ordinario


Jesús dirige a sus discípulos una pregunta que también llega a nosotros: ¿Quién decís que soy yo?
Tanto el libro de Isaías, en la primera lectura, como luego la carta de Santiago, nos ofrecen ayuda para responder. Pero es Jesús, en el evangelio, quien al corregir a Pedro nos da la clave única que debemos tener en cuenta: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará».
La Iglesia tiene un hermoso y completo tesoro doctrinal que se ha ido enriqueciendo a lo largo de los siglos, enraizado, como no podía ser de otro modo, en el Evangelio de Jesús. Pertenece a ese depósito de la fe una muy ajustada doctrinal social que hila fino fino en todo lo que se refiere a la convivencia de los pueblos y las personas, y sus circunstancias políticas, económicas, laborales y sociales. Pero es la gran desconocida, a pesar de que no me cabe duda de que es precisamente gente de Iglesia la que va a la delantera en el trabajo social y liberador en todo el mundo.
No nos confundamos. Predicar a Jesucristo no consiste en hacer que todo el mundo acate y se someta al poder de la Iglesia, de manera que las leyes civiles tengan que ajustarse a las religiosas. Anunciar a Jesús es buscarle en las personas concretas y reconocerle en los rostros de los seres humanos, de todos; pero especialmente en aquellos con los que él mismo se identificó: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados. Llevar el Evangelio a estas personas es acogerlas, atenderlas, liberarlas. Tratarlas con la misericordia de Dios misericordioso.

Música Sí/No