La primera lectura de hoy, del libro
de la Sabiduría, casi parece extraída del acerbo popular, de donde salen tantos
proverbios y refranes: Si nuestro mundo estuviera habitado por personas
buenas-buenas y malas-malas, las malas querrían poner a Dios en el trance de
tener que dar la cara por las buenas. De la otra parte, la persona que está llamada
a ser justa sólo debe preocuparse de llevar una vida honrada y confiar en Dios.
Santiago, en la segunda lectura, no
nos dice nada que no sepamos ya, pero lo dice con mucha claridad: el mal que
existe en nuestro mundo no se debe a unos extraterrestres conocidos como
demonios, sino a nuestra corrupción personal, social y política.
Finalmente, el evangelio continúa presentando
a Jesús que enseña a sus discípulos las exigencias del Reino. Mientras, ellos
discuten por los primeros puestos.
La radicalidad y contundencia con que
Jesús habla de sí mismo en su enfrentamiento con el modo de pensar y los
valores dominantes de este mundo las concreta en dos actitudes que sus
seguidores han de atender y asumir:
«Quien quiera ser el primero, que sea
el último de todos y servidor de todos». El discípulo de Jesús ha de renunciar
a ambiciones, rangos, honores y vanidades. En su grupo nadie ha de pretender
estar sobre los demás. Al contrario, ha de ocupar el último lugar, ponerse al
nivel de quienes no tienen poder ni ostentan rango alguno. Y, desde ahí, ser
como Jesús: «servidor de todos».
Y, la segunda: «El que acoge a un niño
como este en mi nombre, me acoge a mí». Quien acoge a un «pequeño» está
acogiendo al más «grande», a Jesús. Y quien acoge a Jesús está acogiendo al
Padre que lo ha enviado.
Una Iglesia que acoge a los pequeños e
indefensos está enseñando a acoger a Dios. Una Iglesia que mira hacia los
grandes y se asocia con los poderosos de la tierra está pervirtiendo la Buena Noticia
de Dios anunciada por Jesús.