Hoy, la liturgia nos recuerda que
todos nosotros somos profetas y enviados de Dios. Como Amós, que fue agarrado
por Dios cuando estaba cuidando el ganado y ocupándose de sus higos. Se ganaba
la vida con su trabajo. Pero aquí no es cuestión de "ganarse la
vida", sino de "arriesgarse" en obediencia al que le dijo:
"Ve y profetiza"
Los galileos de Tiberíades podían
haber seguido pescando, que era lo suyo, pero escucharon un día a Jesús. Y, en
lugar de quedarse a repasar el programa de viaje, salieron… y resulta que luego…
"ungían", "predicaban", "curaban"…
Ser profeta no es una profesión, ni un
título nobiliario, ni tampoco un honor que se nos concede. Es el encargo que se
nos da, y que todos los bautizados en Jesús tenemos, de estar presentes en
medio del mundo como fermento de liberación, ser sal, ser luz. Así se explica
San Pablo.