Los acontecimientos recientemente
vividos en casa de nuestros vecinos franceses podrían ayudarnos a comprender la
diferencia entre vivir atados a ritos y dejarse transformar por el Espíritu.
Algo tan patente, sin embargo solemos pasarlo por alto y no le damos
importancia.
Los primeros cristianos necesitaron
expresarlo contundentemente: Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu
Santo, pasó por la vida haciendo el bien y curando a los poseídos por el
diablo. Y fue precisamente tras salir del agua, cuando se dice qué bautismo fue
el que recibió Jesús: aquello consistió en una propuesta y una apuesta. Dios
Padre presenta y ofrece a su Hijo, y con él toma partido a favor del ser
humano. No impone unas normas religiosas ni delimita un espacio sagrado, al
contrario, insufla su Espíritu de libertad y lo hace desde el curso del Jordán,
cuyas aguas no están reservadas ni son excluyentes. Jesús, guiado por el Espíritu,
recorrerá la tierra de los hombres ofreciendo el derecho a las naciones.
Significativo y sumamente importante
es el texto del profeta Isaías que precede en la liturgia. Aplicado a Jesús,
igualmente todos los bautizados en su nombre debiéramos volver a él, leerlo y
meditarlo, orarlo hasta aprenderlo de memoria y sobre todo, sentirlo como
dirigido a nosotros desde el principio del principio.
No hemos recibido un bautismo para
seguir viviendo en el temor ni encerrados en normas y capillas, sino para ser
libres y liberar a cuantos aún persisten en la esclavitud.
Al recordar nuestro bautizo junto con
el de Jesús, mirémoslo, más que como pasado y concluido, como tarea y compromiso
por hacer que nuestra vida rebose la presencia del Espíritu, y seamos así
capaces de escoger cada día el mejor camino para vivir como sus discípulos. Y
que jamás nos sintamos huérfanos, sino, como Jesús, hijas e hijos del mismo
Padre, tejiendo entre nosotros los lazos de comunión propios de la familia
divina.