Muchos de nosotros somos deudores de
una catequesis en la que primaba la seguridad en la doctrina por encima de
cualquier veleidad y relativismo: nuestra iglesia es la única verdadera y el
contenido de nuestra fe es inamovible e inmutable. Todas la demás confesiones
religiosas están en el error y para cualquier duda tenemos maestros que sabrán
responder correctamente.
De esta manera hemos ido creciendo en
todos los aspectos de la vida, evolucionando y madurando con el tiempo y la
experiencia; pero en asuntos de fe seguimos casi como de pequeños.
El sabio sacerdote Elí, lejos de
adoctrinar al niño Samuel, incluso teniéndole a su cargo en el templo, le insta
a escuchar y responder a la voz de Dios que le habla también desde fuera de los
textos sagrados y las prescripciones litúrgicas.
Tampoco Jesús alecciona a quienes se
le acercan. Simplemente les dice venid y lo veréis. En lugar de enseñarles el
credo o llevarlos al templo a jornadas rituales de oración, les indica que
salgan de la inmovilidad y abran los ojos.
Hace tiempo que dejamos de vivir
inmersos en una atmósfera uniforme de fe y de costumbres; aún así nos vemos
sorprendidos por aires nuevos como consecuencia de la apertura de fronteras y
la afición viajera a que nos estamos empezando a acostumbrar y sacar gusto. La
movilidad geográfica entre nosotros es un hecho, y la variedad religiosa apenas
si ha comenzado, en un país que, diciéndose laico en cuanto a su ordenamiento
jurídico, no se ha sacudido aún del todo el sentimiento cristiano.
Importa que como cristianos nos
movamos y miremos. Será también conveniente que escuchemos y expongamos, en diálogo,
practicando más que tolerancia, respeto.
Es muy posible que, tanto si estamos
atentos como si estamos relajados, la realidad nos sorprenda y la llamada de
Dios se produzca en nuestra vida. De hecho él nos llama en tiempo concreto y
lugar determinado. No se trata de algo genérico que pueda llegarnos al azar. Dios
sale a nuestro encuentro y podremos recordar el momento, la situación y las
circunstancias: “a las cuatro de la tarde”, “acostados de noche en el templo
del Señor”.
Estando abiertos y disponibles, en búsqueda
inquieta y dialogante, no se trata ahora de que dejemos cuanto creemos para
abrazar lo que nos venga. Creemos en Jesús, y junto a él hemos vivido una fe
gozosa. Pero si de verdad somos cristianos, “hagamos lío”, no nos conformemos
con lo que estamos ofreciendo porque somos capaces de mucho más. Y sobre todo,
el Evangelio, que es Buena Noticia, exige que lo pregonemos con fuerzas
redobladas y un testimonio más convincente.
Termino con unas palabras de papa
Francisco:
«La Iglesia sin fronteras, madre de
todos, extiende por el mundo la cultura de la acogida y de la solidaridad…
alimenta, orienta e indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana
con la oración y con las obras de misericordia».
«A la solidaridad con los emigrantes y
los refugiados es preciso añadir la voluntad y la creatividad necesarias para
desarrollar mundialmente un orden económico-financiero más justo y equitativo,
junto con un mayor compromiso por la paz, condición indispensable para un auténtico
progreso».
Esta es la hora de pasar de la cultura
de la tolerancia a «la cultura del encuentro, la única capaz de construir un
mundo más justo y fraterno».