Llega el DOMUND y nos toca rascarnos
el bolsillo. Lo hacemos con gusto, porque sabemos del buen uso que va a darse a
nuestro dinero. Pero no deja de tener gracia que, coincidiendo con las palabras
de Jesús del evangelio de hoy, manejemos las monedas para ayudar al
sostenimiento de lo que entendemos que es obra de Dios. Por fortuna, cada vez
hay menos personas que piensan que dar al césar lo que es del césar y a Dios lo
que es de Dios suponga separar lo que en la vida está íntimamente unido. Precisamente
por pretender separarlo sobreviene la injusticia y lo éticamente impresentable.
Como Iglesia, todas las personas
bautizadas somos misioneras. De no ser así no podríamos considerarnos
cristianas, por mucho bautismo que hayamos recibido. Llevar a cabo la misión
recibida, el encargo de anunciar al Dios de la vida y de trabajar porque venga
a nosotros su Reino no se reduce a rezarlo en el padrenuestro. Eso ya lo
sabemos, aunque haya quien se empeñe en recluirnos en la intimidad.
Como seguidores y discípulos de Jesús
tenemos una palabra que decir y muchas acciones que realizar y, lo que es
fundamental, sobre todo una manera de hacerlo en necesaria conexión con razones
en qué apoyarnos.
Hoy es a esos hombres y mujeres que
seducidos por el Evangelio han dejado casa y familia para irse lejos y vivir
dedicados a los demás, a quienes celebramos y por quienes oramos. Ellos y ellas
han entendido muy claro que hay que dar a Dios lo que es de Dios. Y por eso, en
su gran mayoría, viven en tensión y enfrentamiento con los césares de turno,
que exigen para sí mismos lo que en justo derecho corresponde a los pobres.
Todos hemos oído en los últimos
tiempos las dificultades en que se realiza la tarea misionera. Oremos por todos
ellos y colaboremos económicamente para que lleven a cabo su misión en mejores
condiciones.
Y termino con unas palabras que dije
aquí hace años y de las que no me arrepiento:
Ser misionero, hoy, es ser testigo
cualificado del compromiso por la fe y la justicia del evangelio. Y las
exigencias del evangelio rompen los límites de la propia intimidad para
convertirse en fuente de transformación profunda de la convivencia humana: ahí,
en la vida social y política, en la vida laboral y económica, en la vida
cultural y asistencial, ahí es donde se juega el honor de Dios que es también
del hombre; y al revés, el honor del hombre que es el honor de Dios.
Hoy se nos llama a todos a tomar mayor
conciencia del compromiso misionero que tenemos los cristianos en todos los ámbitos,
y a hacerlo «no sólo con palabras sino con la fuerza del Espíritu Santo y
convicción profunda».