Dios tiene un proyecto, una especie de
sueño o fantasía, que quiere hacer realidad: Un banquete final donde todos
estemos sentados, junto a él, disfrutando para siempre de una vida plenamente
dichosa. La llamada o invitación de Dios es universal. Así lo dice el profeta
Isaías en la primera lectura de hoy. Nadie puede considerarse excluido, nadie
debe acaparar las invitaciones. Dios es de todos y para todos, y no hay iglesia
alguna o religión que pueda agotar a Dios en su sólo beneficio. Y como añade
Jesús en el evangelio, Dios mantiene su invitación desde el principio, y su voz
conserva la misma fuerza tanto si nos enteramos pronto o tarde, si tenemos
ocupaciones o estamos de más, como si pertenecemos al primer mundo o vivimos en
los arrabales del planeta.
No nos quepa la menor duda de que esa
llamada nos llega a todos, de la forma que sea. ¿Somos capaces de atenderla?
Importa cómo respondamos. Esa es
nuestra responsabilidad.
En los tiempos difíciles que estamos
viviendo, cuando tantos millones de seres humanos no tienen acceso a lo más
elemental que nos pide la vida, la salud y la alimentación, y esto superando
cualquier forma de exclusión en la sociedad, Jesús nos dice a los cristianos –y
le dice a la Iglesia— que lo central del Reino de Dios es la comensalía. Es
decir, la mesa compartida con quienes sólo disponen de sus carencias, sus
exclusiones, sus inseguridades y sus miedos. Así, sólo así, podremos hacer algo
para que este mundo resulte más habitable. Esto es lo que el Cristianismo tiene
que aportar en este momento a la humanidad.