Exaltación de la Santa Cruz. A veces
las palabras juegan malas pasadas y dan pie para interpretaciones indebidas.
Con la fiesta que hoy celebramos tal
vez ocurra algo de esto, y todos sintamos un cierto pudor para no ser tildados
de masoquistas o pervertidos de alguna forma.
La cruz es un instrumento de tortura,
no sólo de la antigüedad, también actual; expresa sufrimiento, sangre
derramada, alguien colgado de ella chorreando sangre y condenado, ¡algo habrá
hecho! ¿Cómo puede exaltarse un utensilio de esta calaña?
Propiamente celebramos la exaltación
del Crucificado, del que murió colgado de la cruz por nosotros y a quien el
Padre rescató resucitándolo y proclamando sobre él sentencia de condena contra
la injusticia y el sufrimiento gratuito que este mundo inflige a los pequeños.
La cruz era inevitable. Este mundo que
habitamos está estructurado según una dinámica de muerte; aunque se proclame la
vida, se defienda con todo tipo de medios y se organicen en su nombre ejércitos
de los más diversos estilos, el precio que hay que pagar, y siempre hay que
pagarlo, es la muerte.
Dios ni quiso ni permitió la muerte de
su Hijo. Fue nuestro mundo el que no entiende las cosas de otra manera. Y
tenemos ejemplos de ahora y de siempre, que lo confirman.
La cruz fue salvadora. Ninguna cruz,
en tanto instrumento de sufrimiento, salva. La cruz de Jesús nos salva porque
en y por ella él dio su vida por todos. Y esto no es verdad porque lo hiciera
Jesús, sino que lo hizo Jesús porque es verdad. De esto algo sabemos por
experiencia: dar vida a los hijos, alentar en un momento determinado la
existencia de un amigo, de la mujer o del marido, promover una mayor justicia y
bondad en nuestro mundo desgarrado y roto, ¿es posible acaso sin aceptar lo que
ello conlleva de entrega, de salida de uno mismo, de cruz?
La cruz, a pesar de todo, es un escándalo.
La fe cristiana no puede ni debe ser azucarada; el Crucificado no lo permite.
El Evangelio insiste demasiadas veces en esto como para que no lo tengamos en
cuenta: “quien no cargue con su cruz no puede tener parte conmigo”; “quien
quiera ganar la vida tendrá que estar dispuesto a perderla por mí y por el evangelio”.
Que la gloria de Dios -su belleza, su
verdad, su bondad- aparezca en un Crucificado, y que la vida auténtica -la más
bella, buena y verdadera- se logre dándola, he ahí la gran paradoja cristiana y
el gran escándalo. Este mensaje suena tan raro, tan no evidente, tan
contracultural, que su verdad sólo la experimentarán quienes se atrevan a
entrar en esa vía, atraídos por el ejemplo de Jesús.
Recemos pidiendo que ese milagro
suceda hoy entre nosotros en esta eucaristía: que al gustar a Jesús, al alimentarnos
de él -su cuerpo entregado y su sangre derramada-, comulgar con su vida y con
su muerte nos dé a conocer el camino de la vida verdadera y cómo caminar por él.