Es verdad que nadie nos lo preguntó,
pero todos lo deberíamos saber: cuando nos bautizaron, quedamos comprometidos
de por vida para mostrar al mundo entero cómo es el Dios que nos llamó a la
existencia y se ha manifestado encarnándose en la persona humana de Jesús de
Nazaret. Si esto es así, y lo es ciertamente a partir de las palabras de Jesús,
a quien y en quien creemos, no nos extrañe que muchas veces nos critiquen, y,
lo que es peor, que por nuestra culpa haya personas que tengan complicado encontrar
a Dios.
Porque hemos de reconocer, si somos
sinceros, que, en esta parábola que acabamos de escuchar en el evangelio, la
actitud del dueño de la viña no nos parece justa ni presentable, porque si al
final todo el mundo va a recibir el mismo trato, decimos ¿para qué molestarse?
Y esto lo hemos pensado y expresado más de una vez.
De modo que cuando los cristianos y
gente de Iglesia exigimos privilegios en una sociedad que trata de ser
igualitaria en cuanto a los derechos y obligaciones, merecemos ser criticados
contundentemente. Pero al mismo tiempo, estamos siendo piedra de escándalo para
tanta gente honrada que busca a Dios, y rechaza el que nosotros les mostramos.
Lo que Jesús está pidiendo en este
evangelio es que no desvirtuemos la bondad de Dios. ¿Te parece mal que Dios sea
bueno? Nos está diciendo ante nuestras quejas y gestos de protesta. ¿De verdad,
tal como piensas y vives, crees en el Padre bueno que quiere a todos los seres
humanos y hace salir sobre ellos cada día el sol que nos alumbra y da vida?
Es preocupante ver personas buenas que
viven en constante temor pensando que Dios está anotando en una libreta los
pecados de unos y los méritos de otros. Se merecen el cielo porque hacen un
infierno de su propia vida. Y muchas veces también de la ajena.
Pero Dios no es así, lo dice Jesús. Y
debemos aprender a no confundir nuestros esquemas estrechos y mezquinos, con la
mirada abierta y el corazón generoso de quien nos quiere como Padre, y es un
misterio insondable de bondad que emplearíamos la vida entera en comprender.
Como Iglesia, los
cristianos estamos llamados a vivir como San Pablo: no tan pendientes de
nosotros mismos y de nuestro bienestar, sino de ser ayuda y beneficio para
otros. Somos responsables ante Dios de todos ellos, y nuestra tarea es la del
mismo Jesús: servir a los demás y ocupar los puestos de la cola.