Hay preguntas y preguntas. Hay
preguntas que se pueden responder de cualquier manera, o simplemente no
contestarlas. Son esas preguntas generales, sobre la política, sobre el trabajo
o sobre la moda, por ejemplo, cuyo contenido ni nos va ni nos viene, y que
solemos contestar con vaguedades, vamos como para salir del paso.
Pero hay preguntas que exigen mucho más
que una respuesta de circunstancias.
Jesús hace dos preguntas en el
evangelio. Las dos son importantes. Las dos exigen meditar la respuesta.
La primera. Jesús está a la mitad de
su camino hacia Jerusalén. Se encuentra en tierra de paganos, después de haber
predicado sin haber logrado demasiado. Quiere saber, como todos los que
pretenden algo, si está consiguiendo su objetivo; y pregunta a los discípulos
si lo está logrando. La respuesta de éstos es variada y no le aclara demasiado:
son generalidades. La gente comenta que si un profeta vuelto del más allá;
parece que creen que eres un revolucionario, o el líder que nos haría falta; sólo
un predicador más de los muchos que abundan en estos tiempos… Los discípulos no
se esfuerzan demasiado en lo que dicen, sólo se limitan a decir lo que la gente
puede pensar sobre Jesús. Responden así porque no captan la importancia que
tiene para Jesús. Pierden la ocasión de contribuir a que el mismo Jesús tenga más
claridad sobre su propia misión.
La otra, la segunda pregunta. Jesús
quiere saber qué piensan ellos mismos, en qué creen. Según el texto mismo parece
que Pedro no dudó en responder y lo hizo con toda claridad: «Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios vivo.»
No sé si nos damos cuenta, nosotros
ahora, de lo que significan aquellas palabras en boca de aquella persona. Reconocer
en la persona de Jesús, cansado (de caminar por caminos polvorientos),
desalentado (de hablar a galileos descreídos), y apremiado por llegar a Jerusalén
y enfrentarse a los poderes fácticos, al hijo de Dios vivo; y que este reconocimiento
lo haga una persona como Pedro, un pescador del lago, un hombre sin cultura, un
padre de familia normal y corriente, está diciendo algo muy importante: el
corazón no engaña. Y Pedro habla no por la boca, sino con el corazón. Puede
incluso que ni él mismo fuera consciente de lo que había dicho, pero al decirlo
se labró su propio futuro.
La rutina, el seguir con más o menos
indolencia dejándonos llevar por el curso normal de los acontecimientos de la
vida, el ir tirando puede verse sorprendido por un momento de franqueza, de
sinceridad, de espontaneidad no pretendida que marque para siempre nuestra
vida. Y eso no es fácil, porque generalmente vamos armados, prevenidos para que
no nos pillen, siempre sobre aviso para no caer en una indiscreción…
La fe en Dios y en Jesús, la fe
cristiana está menos en los saberes, en los catecismos, en lo aprendido de
memoria, y mucho más en el corazón, en los sentimientos, en el dejarnos
sorprender por Dios mismo que actúa en nosotros si le dejamos bajando nuestras
defensas.
Pedro se ganó los piropos y
felicitaciones de Jesús, y al mismo tiempo contribuyó a reafirmar el ánimo de
Jesús en la misión que había recibido del Padre.
¡Ojo!, pues, con nuestras respuestas. ¡Cuidado!
con lo que hacemos y con lo que decimos. ¡Atención! porque alguien puede estar
pendiente de cómo vivimos nuestra fe, y por no hacerlo bien estamos
desperdiciando ocasión de ayudarle.
La fe requiere compromiso, no sólo buenas
palabras.