Quienes ahora celebramos al Dios hecho niño en Belén
somos los pastores de esta noche; y no importa si nos parecemos o no a aquellos
desarrapados que en un descampado de Judea recibieron el anuncio angelical.
Tampoco interesa qué están haciendo ahora los personajes importantes que
habitan en los palacios y en los templos, donde se amasa todo el poder y la
sacralidad que no se enteró de la primera navidad y hasta puede que tampoco de
esta de ahora.
Es posible que ante la claridad de
esta noche que nos envuelve, también nosotros sintamos temor; porque es lo más
sagrado, sólo reservado a los selectos, lo que ahora nos aborda precisamente a
nosotros, totalmente profanos, para notificarnos el misterio del Dios
encarnado, Emmanuel, Dios-con-nosotros. Sí, aquel que sólo concebimos como lo
que está allá lejos en lo alto, lo inalcanzable, lo inabarcable, lo inmenso, lo
todopoderoso, viene y deja que lo veamos, lo toquemos, lo abracemos y
percibamos su pequeñez e indefensión.
Dios se nos ha dado en un niño que
nace en una cuadra y su mamá lo deposita sobre un pesebre. Su padre sólo puede
estar ahí, haciendo compañía, junto con una mula y un buey.
Adoremos el misterio que pide nuestra
atención, escuchemos el mensaje que nos trae. No exige nada de nuestra parte,
nos visita porque sí; su amor se desarma por nosotros; tanto nos quiere que
busca nuestra presencia, nuestra compañía.
No viene a pedirnos cuentas; sólo a
decirnos que “la gloria de Dios es que el hombre viva, y la vida del hombre es
la visión de Dios”. Que es como decir, vuestra paz es mi gloria y alabanza; y
pacificando, siendo ministros de la paz, os sumís en mi inmensidad amorosa.
Tendremos tiempo de hacer caso a San
Pablo, que hoy va de consejero. Ahora vivamos la presencia de la Vida y
celebremos con el profeta Isaías que “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado” que es Maravilla de Consejero, el Príncipe de la Paz.