Juan, el último profeta, el mayor
entre los nacidos de mujer en palabras de Jesús, lanza hoy su grito desde lo
profundo del desierto de donde sale envuelto en desgarrada dignidad: «Preparad
el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los
montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos
verán la salvación de Dios».
Quienes le escuchaban recibían su
mensaje con gran interés, porque hacía mucho que estaban esperando algo de ese
estilo. Había pasado mucho tiempo, demasiado, desde que le fue entregada la
promesa mesiánica al pueblo de Israel. Generaciones y generaciones se la habían
transmitido de unas a otras. Juan, ahora, avisa que es inminente.
Pero nosotros nos topamos con el
Bautista entre las palabras del profeta Baruc y la entrañable carta de San
Pablo a su querida comunidad de Filipos.
Los cristianos de aquella primera
iglesia ya viven en el presente de esa profecía gozosa porque Dios ha mandado
abajarse a todos los montes elevados, a todas las colinas encumbradas, ha
mandado que se llenen los barrancos hasta allanar el suelo, para que sobre él
apareciese su gloria, el Dios-con-nosotros. Y viven de tal manera que Pablo no
puede sino alegrarse y darle gracias a Dios.
Y reza por todos ellos, para que esa
comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y sensibilidad para
apreciar los valores. Así llegarán al Día de Cristo limpios e irreprochables,
cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza
de Dios.
Hoy, el apóstol Pablo si nos
escribiera no dudo que pondría las mismas o parecidas palabras. Lo digo con
humildad, pero con firmeza. Por encima o por debajo de los defectos que
tenemos, de lo que todavía nos falta para ser dignos del nombre de santos, tal
como celebrábamos ayer junto a María Inmaculada, no podemos dejar de ver que en
nuestra actual situación, contra todo tipo de dificultades, discípulos de Jesús
estamos entre todos haciendo Reino de Dios.
Y no sólo nosotros, también quienes no
se consideran cristianos, ni siquiera religiosos. Todos estamos llevando esta
situación con humanidad, y estamos apañándolas para que coma el hambriento, se
vista el desnudo, sea acogido el expulsado y curado el enfermo abandonado.
Se mire por donde se mire hay tantas
muestras de generosidad, de solidaridad, de sentimientos buenos y entrañables,
que bien se puede decir que estamos dispuestos a hacer lo imposible, que estamos
haciendo un nuevo cielo y una nueva tierra.
Demos gracias a Dios que ha hecho ver
que hay otra justicia, la suya, tan diferente y distante de esta otra que es
venal, mercancía que se compra y que se vende, instrumento para oprimir, nunca
para liberar.
Como a aquel personaje del evangelio
que entendió que el culto a Dios estaba íntimamente unido con el buen hacer hacia
el hermano, Jesús hoy nos diría: En verdad, no estáis lejos del reino de los
cielos.