“Aquí me tienes, Señor”, dice Abraham, cada vez que Dios le habla. Igual que hizo también Samuel, en la noche mientras dormía. Como María, en su casa de Nazaret. Como hizo el mismo Jesús, según los evangelios.
Escuchar a Dios. Eso hicieron y hacen quienes viven de la palabra que salva.
Hoy Dios nos dice que escuchemos a su Hijo. La Iglesia, si tiene algún sentido, existe en la escucha del Evangelio. Sólo ahí está su razón y su vida.
Pedro se escuchaba demasiado. Miraba por sus intereses. Se encontraba a salvo allá arriba en la montaña y no quería oír. Tiene Jesús que bajarlo de la nube.
Nosotros no escuchamos. Queremos, al contrario, ser oídos. Insistimos en que nos miren, nos atiendan, nos complazcan.
La Iglesia escucha poco. Se predica a sí misma demasiado. Pierde la oportunidad de oírle al mundo, y a Dios que le habla desde la realidad.
Cuando salimos de nosotros mismos, cuando miramos hacia fuera, cuando son los otros los que nos preocupan, resulta que nuestros problemas dejan de serlo o pasan a un segundo plano; parece como si recuperáramos la salud, como si el cansancio desapareciera, como si nuestros miedos se diluyeran; entonces nos reconocemos útiles, incluso capaces de cualquier cosa, más allá de nuestras propias y limitadas fuerzas.
Cuando la Iglesia ha dejado de pensar en su poder ante el mundo, en atesorar riquezas y territorios, de entablar relaciones de conveniencia con los grandes de la tierra, ha acertado a escuchar a los pequeños, ha descubierto su vocación de servicio y ha transparentado el Reino de Dios. Y ha sido entonces cuando su predicación se ha entendido como Buena Nueva. No la suya, la del Dios bueno para el mundo.
Necesitamos escuchar a Jesús. El Evangelio nos reclama para que el mundo se entere de la fuerza liberadora y humanizadora, que sin nosotros no se hará pública.
Si nos quedamos en lo alto de la montaña, si no bajamos al llano y caminamos aunque cueste hacia la Pascua, estaremos haciendo inútil en nosotros la gracia de Dios, la propia vocación de apóstoles del evangelio, y estaremos fallando a quienes esperan y tienen derecho a recibir de nosotros una palabra de vida.
Lo único que tenemos, los cristianos, es a Jesús y su palabra. Diluirla en costumbres y doctrinas, es echarla a perder. La fuerza vivificadora y liberadora del Evangelio se anquilosa cuando la recubrimos y envolvemos en lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.
Hacerla correr limpia, viva y abundante; llevarla a nuestros hogares, hacerla cercana a quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, ofrecerla a cuantos viven sin esperanza, pregonarla de palabra y con las obras, vivirla con alegría y convencimiento, es dejar libre su capacidad de sanar corazones malheridos, levantar ánimos caídos y entusiasmar espíritus pusilánimes.
Escuchemos a Jesús, leamos su palabra, trabajémosla y orémosla en comunidad. Descubriremos con San Pablo que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios.
Escuchar a Dios. Eso hicieron y hacen quienes viven de la palabra que salva.
Hoy Dios nos dice que escuchemos a su Hijo. La Iglesia, si tiene algún sentido, existe en la escucha del Evangelio. Sólo ahí está su razón y su vida.
Pedro se escuchaba demasiado. Miraba por sus intereses. Se encontraba a salvo allá arriba en la montaña y no quería oír. Tiene Jesús que bajarlo de la nube.
Nosotros no escuchamos. Queremos, al contrario, ser oídos. Insistimos en que nos miren, nos atiendan, nos complazcan.
La Iglesia escucha poco. Se predica a sí misma demasiado. Pierde la oportunidad de oírle al mundo, y a Dios que le habla desde la realidad.
Cuando salimos de nosotros mismos, cuando miramos hacia fuera, cuando son los otros los que nos preocupan, resulta que nuestros problemas dejan de serlo o pasan a un segundo plano; parece como si recuperáramos la salud, como si el cansancio desapareciera, como si nuestros miedos se diluyeran; entonces nos reconocemos útiles, incluso capaces de cualquier cosa, más allá de nuestras propias y limitadas fuerzas.
Cuando la Iglesia ha dejado de pensar en su poder ante el mundo, en atesorar riquezas y territorios, de entablar relaciones de conveniencia con los grandes de la tierra, ha acertado a escuchar a los pequeños, ha descubierto su vocación de servicio y ha transparentado el Reino de Dios. Y ha sido entonces cuando su predicación se ha entendido como Buena Nueva. No la suya, la del Dios bueno para el mundo.
Necesitamos escuchar a Jesús. El Evangelio nos reclama para que el mundo se entere de la fuerza liberadora y humanizadora, que sin nosotros no se hará pública.
Si nos quedamos en lo alto de la montaña, si no bajamos al llano y caminamos aunque cueste hacia la Pascua, estaremos haciendo inútil en nosotros la gracia de Dios, la propia vocación de apóstoles del evangelio, y estaremos fallando a quienes esperan y tienen derecho a recibir de nosotros una palabra de vida.
Lo único que tenemos, los cristianos, es a Jesús y su palabra. Diluirla en costumbres y doctrinas, es echarla a perder. La fuerza vivificadora y liberadora del Evangelio se anquilosa cuando la recubrimos y envolvemos en lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.
Hacerla correr limpia, viva y abundante; llevarla a nuestros hogares, hacerla cercana a quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, ofrecerla a cuantos viven sin esperanza, pregonarla de palabra y con las obras, vivirla con alegría y convencimiento, es dejar libre su capacidad de sanar corazones malheridos, levantar ánimos caídos y entusiasmar espíritus pusilánimes.
Escuchemos a Jesús, leamos su palabra, trabajémosla y orémosla en comunidad. Descubriremos con San Pablo que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios.