Domingo 3º de Cuaresma



No resulta fácil imaginarnos hoy a Jesús con un látigo en la mano, arremetiendo contra aquella gente que compraba y vendía en el recinto del templo de Jerusalén. Pero así ocurrió, por más que busquemos la manera de dulcificarlo. Tendremos que cambiar alguna cosa, y, sobre todo, razonar por qué ocurrió, para aprender y no repetirlo.

Hay quien dice que Jesús sólo se enfureció una vez, la que narra este evangelio. Sin embargo, hay otros momentos no tan violentos físicamente, pero sí con una violencia más honda, más sentida, más enérgica. La de hoy es explosiva, la otra es sin embargo mucho más tremenda.

Hoy usa el látigo. Ayer eran las palabras: “raza de víboras”, “sepulcros blanqueados” les apostrofa a santones y hombres religiosos; “decidle a esa zorra” refiriéndose a Herodes; “quítate de mi vista, satanás”, conmina a Pedro que quiere torcer las cosas.

En este tercer domingo de Cuaresma, acompañamos a Jesús hacia la Pascua, que pretendemos sea florida y hermosa, pero que necesariamente entraña violencia, derramamiento de sangre y lo peor de todo: el juicio condenatorio de los seres humanos.

Los sabios no lo entienden, lo llaman locura. Los religiosos, pecado. Y los crédulos exigen milagros. Jesús, por el contrario, muestra el camino nuevo de las nuevas relaciones del ser humano con Dios. El decálogo estuvo bien; no pasando aquellos límites, se permanecía en el terreno de lo civilizado. Para eso están las leyes. De útiles que son, aún las mantenemos y nos guiamos por ellas. “Las bases, lo que manda el salario mínimo” suele ser la manera como contratamos. “¿Es de precepto?”, y nos quedamos conformes porque hemos cumplido.

Ya no sirve el templo, dice Jesús. Primero porque lo utilizamos muy mal, y lo hemos adobado de ejercicios mercantiles; compramos y vendemos salvación. Pero, segundo y sobre todo, porque el Dios del Reino, el Abba de Jesús, no necesita piedras, oro y plata; tampoco exige veneración y cortesía, porque no es un rey. Es Padre que más parece Madre. Nos lleva en sus entrañas y espera que pasemos del “no matarás, no robarás” al “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No le gusta que le sacrifiquemos animales y personas, sino sólo y nada menos que nuestro corazón. No ansía que cumplamos leyes y preceptos; le gusta y disfruta cuando, como Jesús, nos acercamos al hermano para ofrecerle una palabra de consuelo, un gesto de amistad, un servicio convencido, una donación que le cure y un abrazo que sane los corazones de su desgarro y su exclusión.

Dios baja de los cielos y se mete entre los pucheros, al decir de nuestra Santa Teresa de Jesús. Nada le es ajeno, porque todo lo humano le importa.

Lo auténticamente escandaloso es que Jesús se hizo marginal, se metió entre la gente pecadora, contravino las normas de la buena educación y las apariencias, y enseñó que Dios tiene preferencias, no es imparcial, y se alegra mucho más por un pecador que se convierte que por los noventa y nueve que no necesitan nada de Él. Si queremos seguir a Jesús, hemos de esforzarnos mucho más por hacer de nuestra comunidad cristiana una auténtica casa del Padre, una casa acogedora y cálida donde a nadie se le cierran las puertas, donde a nadie se excluye ni discrimina. Una casa donde aprendemos a escuchar el sufrimiento de los hijos más desvalidos de Dios y no solo nuestro propio interés. Una casa donde podemos invocar a Dios como Padre porque nos sentimos sus hijos y buscamos vivir como hermanos.

Música Sí/No