Contemplamos hoy un relato evangélico que casi parece una obra de teatro. Es tan plástica, tan visual, que según se iba proclamando, hemos podido imaginarla realizándose aquí mismo, ante nosotros.
Está Jesús en casa. Seguramente en la misma en que levantó del lecho de la enfermedad a la suegra de Pedro. Y se va llenando de gente hasta no caber una persona más. Dice el evangelio que Jesús les proponía la Palabra.
Llegan cuatro llevando a un tullido en una camilla, y, como no ven manera de entrar, lo descuelgan por el techo delante de Jesús. Seguramente esperan el milagro de la curación del paralítico, pero se encuentran con otras cosas. ¿Qué otras cosas?
1. Su propia fe, que le sirve a Jesús para realizar su gesto.
2. El perdón de los pecados, en el que tal vez ellos no habían pensado.
3. La curación del enfermo, que se levanta y se va con la camilla bajo el brazo.
4. El descubrimiento de que la fe en Jesús no depende de mirar al cielo esperando de allí soluciones, sino que es aquí, bajo tejas, donde hay que buscarlas y encontrarlas. Quien entra por arriba, descendido, sale por la puerta por sus medios.
5. La confirmación de que las palabras que hemos escuchado en la primera lectura, del profeta Isaías, se están haciendo realidad: “No miréis ya al pasado, sino al presente; dejad lo antiguo y percibid lo nuevo que está brotando; me has cansado, tanto insistir con tus pecados, mientras que yo ni me ocupaba de ellos, los tenía ya olvidados…” viene a decirnos.
No sé qué responderíais si ahora buscáramos entre todos el milagro mayor en este relato. Seguramente saldría un arco iris variado de hechos señalados. Permitidme que os diga cuál es para mí lo más significativo: Quien entra en la comunidad encamado, por la fe de otros, sale ahora dueño de su propia vida, libre y con autonomía, cargando con la camilla. Ha sido la acción del Espíritu de Dios que, en Cristo, ha dicho su sí en todos nosotros, hijos de hombre. No es Dios de quien tenemos que recibir el perdón, lo tiene ya olvidado. Somos nosotros quienes nos negamos a darlo y a recibirlo, a pedirlo y a concederlo.
Por eso más que nunca la pregunta que hacen aquellos letrados hoy se hace urgente plantearla y darle respuesta: ¿Quién puede perdonar los pecados fuera de Dios?
Mientras no nos volvamos hacia nosotros mismos y hacia los demás, en tanto no nos miremos todos y todas con misericordia, hasta que no descubramos lo nuevo de verdad que hay delante de nuestras narices: seguiremos atados a las camillas de nuestra postración, nos seguirán llevando de acá para allá como muebles, seguiremos escandalizándonos cuando veamos a los que sintiéndose libres y sanados en su corazón viven el riesgo del Espíritu de Jesús que no necesita normas y condenas para dar el sí que todos necesitamos.
«En Cristo todo se ha convertido en un «sí»; en él todas las promesas han recibido un «sí». Y por él podemos responder «Amén» a Dios, para gloria suya. Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros junto con vosotros. Él nos ha ungido, él nos ha sellado, y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu».
Nada más, y nada menos.