Domingo 27º del Tiempo Ordinario


El refrán que dice “Agua pasada no mueve molino” aconseja no volver ya sobre aquello que, para bien o para mal, ha ocurrido y no tiene remedio. Hay otra frase que en estos tiempos se recuerda mucho, que dice: “El pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo”.

Ambas son verdad en nuestro caso. Lo que ocurrió entre Dios y su pueblo, Israel, relatado en el canto a la viña del profeta Isaías, y recogido después por Jesús en esta parábola evangélica no tiene porqué influir en nosotros, es cosa del pasado. Pero de alguna manera también es nuestra historia, y el desencuentro de Israel con su Dios es paradigma de nuestro propio desencuentro.

Israel falló a Dios. ¿Le estaremos fallando también nosotros? Veámoslo detenidamente:

Dios ha puesto amor en la raíz de cada ser humano; nosotros hemos inventado el desamor y la violencia.

Dios nos regaló la alegría de compartir y perdonar; nosotros hemos endurecido el corazón y lo hemos envuelto en cien mil formas distintas de agresividad y de avaricia.

Dios sembró de fraternidad y de paz cada surco de esa viña feliz que él plantó y que somos cada uno de nosotros y la humanidad entera; nosotros le devolvemos cada día una enorme cosecha agria y sombría, de enfrentamientos y de injusticia.

Dios se nos revela como Padre y se ofrece al ser humano como Dios de entrañas maternales; nosotros levantamos por todas partes dioses, ídolos y banalidades.

Pues sí, ciertamente le estamos fallando. Pero no estamos en la misma situación que antaño. Porque Dios ha dicho una Palabra definitiva en nuestro favor, de la que no se va a retractar. Nos ha reconciliado con él en su hijo de una vez y para siempre.

Por eso San Pablo afirma: Nada os preocupe (…) Ahora, eso sí hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable; todo lo que es virtud o mérito tenedlo en cuenta.

Tenemos en nuestras manos algo que no nos merecemos, pero que nos es tan necesario “como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto”; y que precisamente por ello tenemos que cuidar con esmero. Porque somos administradores de la bondad y justicia de Dios en favor de la humanidad toda; somos su pueblo, la Iglesia de su rebaño. Y no “fieramente existiendo ni ciegamente afirmando”, sino mansamente sugiriendo y proféticamente proponiendo, nuestra es ahora la palabra para consolar a este mundo desolado y frío: sí, es posible, y entre todos podemos hacerlo, ese mundo mejor en el que todos pensamos, el que Dios soñó cuando nos dio el ser. Donde ya no mueran de hambre por millones, nadie se prepare para hacer la guerra y todos nos miremos de igual a igual, respetando la diversidad de creencias y buscando entre todos el bien común.

Que el Señor nos ayude a dar los frutos que Él espera. “Sean gritos en el cielo; en la tierra, actos”.

Música Sí/No