El motivo de esta parábola está bastante claro dentro del evangelio. Jesús está en la ciudad de Jerusalén, y se dirige a los sacerdotes y ancianos que desde el templo gobiernan a Israel. Ellos ostentan el encargo de apacentar al pueblo, la viña que Yahvé ha puesto en sus manos. Dijeron que sí, pero la verdad es que no. No sólo se aprovechan en beneficio propio, además desde su posición de autoridades religiosas juzgan a quienes tildan de pecadores con una dureza e intransigencia que les excluye de toda compasión. Quienes deberían ser mejor atendidos por ser débiles y pobres, son maltratados y condenados; los predilectos de Dios son los despreciados de estos malos pastores.
Jesús es definitivo al concluir con esta frase: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios».
Cuando la religión se convierte en instrumento de poder y de manejo de las haciendas y conciencias ajenas, está negando su razón de ser y contraviniendo la voluntad amorosa de Dios.
Pero como esto se ha dicho muchas veces, yo creo que en todas las homilías en que se comenta este pasaje evangélico, me voy a permitir derivar la atención hacia un pequeño detalle que no es menor.
Por supuesto que está mal responder mal. Pertenezco a una generación que fue educada en la obediencia y en el respeto a los mayores. Responder pronto y bien era lo correcto. Hacerlo de mala manera no sólo estaba mal, es que podía acarrearte serios y dolorosos castigos.
Pero está peor responder bien y actuar mal.
Hay, sin embargo, una oportunidad de enmendar el error. Siempre nos está concedido un tiempo de reflexión. Ya nadie nos va a castigar severamente por precipitarnos irreflexivamente, pero todos esperamos de todos que tras la tormenta venga la calma. Y que a la negación siga la afirmación; tras el gesto duro llegue la sonrisa y el abrazo; si al pronto fue la evasiva y el desinterés, después de sosegado el ánimo surja el compromiso y el implicarse.
Complicarse la vida no es ningún plato de gusto, pero cuando se hace por amor valen también las segundas partes, y todas las que sean necesarias.
Si es verdad que en la historia de nuestra relación con Dios, Él aparece algunas veces enfadado y disgustado con el ser humano, hasta el punto de querer destruirlo por su mala respuesta, también es verdad que siempre, siempre, se arrepiente del castigo y vuelve a requebrarnos amorosamente y a tendernos su mano.
Ahí tenemos bien claro qué espera de nosotros. Ahí está también, e igualmente bien claro, cuál es la religión que nos hace crecer hacia Dios, la que nos madura personalmente y nos lleva al encuentro de los demás. La medida de nuestra fe son las obras hechas de y con amor.