La Ascensión de Jesús a los cielos es un artículo de nuestra fe de cristianos. Lo aceptamos generalmente sin rechistar, y lo repetimos cada vez que recitamos el Credo. Lo proclama la Iglesia, y nosotros aceptamos.
Pero si litúrgicamente resulta válida la expresión, no parece que sea suficiente para expresar y transmitir catequéticamente lo que en verdad creemos.
Expresiones como resucitar, ascender y descender no caben en nuestras categorías actuales, donde se habla de muerte cerebral, enviar satélites al espacio o explorar los abismos oceánicos. Si nuestras creencias religiosas dependieran de las categorías espacio-temporales, estarían en el aire por culpa de los adelantos de la ciencia.
Una cosa es cómo lo expresamos, y otra y bien distinta cómo lo vivimos.
Resucitar no es volver a la vida. Que Jesús resucitó quiere decir que está más allá de la muerte, que no puede retenerle. Por eso su sepulcro está vacío, porque Él no está allí.
La Ascensión de Jesús, aunque expresada de esa manera tan plástica, significa que dejó de estar visible, de estar retenido por los estrechos límites del espacio y del tiempo. No cabe en tan poco habitáculo y lo hace estallar llenándolo todo. Por eso le decimos El Señor.
En realidad más que subió deberíamos decir que se abajó. Porque lejos de desaparecer, se ha metido más de lleno en nuestra pequeña historia. Si Dios se encarnó en Jesús, y desde entonces es el Dios-con-nosotros; a partir de ahora Dios camina con nosotros en nuestra Galilea cotidiana, no estamos solos; y mucho más: está dentro de nosotros, -su Espíritu que nos habita-, y es el Dios-en-nosotros.
¿Qué consecuencias podemos sacar de esto? Muchas. La primera y principal, que somos el grupo de Jesús, sus amigos. No importa cuántos seamos, a nosotros nos corresponde mostrarle vivo y vivificante. Donde vayamos, allí está Él.
Nosotros tenemos que anunciarle, dándole a conocer al mundo entero. Mostrarle de palabra y de obra. Cuando hablemos en su nombre, Él habla.
Y somos nosotros quienes tenemos que hacer nuevos discípulos de Jesús, enseñando lo que Él nos enseñó, viviendo como Él lo hizo, provocando adhesion y seguimiento. Al bautizar, no realizamos un simple gesto, no; en realidad es como si se estuviera replicando: un cristiano, un Cristo, llamado a constituir la comunidad cristiana.
La fuerza del resucitado lo llena todo con su Espíritu. Todo está orientado a aprender y enseñar a vivir como Jesús y desde Jesús. El sigue vivo en sus comunidades. Sigue con nosotros y entre nosotros curando, perdonando, acogiendo… humanizando la vida.