¡Qué duro es despedirse de las personas que nos quieren y que queremos! Y si la despedida es por un tiempo, vaya; pero cuando es definitiva, como que se nos rompe el corazón. Y con el tiempo vamos olvidando, y tras sentirnos huérfanos, concluimos por terminar no recordando.
Así pasa en la Iglesia. Escuchamos las palabras del Amigo cuando dice «no os dejaré solos»; creemos a los testigos cuando afirman «está vivo, era verdad lo que dijo»; celebramos al Jesús que vuelve a estar entre nosotros y le escuchamos y hasta lo comemos. Pero como que no terminamos de rematar la faena, porque el Jesús en torno al cual nos reunimos y nos unimos como que está apagado, es apenas una sombra en la pared, que ni seduce, ni entusiasma; que es posible que lo tengamos en la cabeza a fuerza de decir que sí creemos, pero no está o no ha llegado aún al corazón.
Es importante que oigamos una vez más sus palabras, y que las alojemos en lo más íntimo de nosotros, que se hagan carne con carne bien adentro: «No os dejaré solos» dichas por Jesús debe equivaler a «no estamos solos» dicho por nosotros. Pero no como de memoria, tal y como a veces decimos el padrenuestro. Sino con sentido y convencidos, creyendo a Jesús y sobre todo adhiriéndonos a Él, dejando al Espíritu de Jesús hablar desde nosotros pero sobre todo diciéndolo nosotros mismos desde nuestra vida.
Jesús está con nosotros, no nos dejó. Mostremos que estamos con Jesús, a quien llevamos porque somos sus amigos, no sólo haciendo memoria del pasado, sino viviéndolo en el presente. Mostremos que Jesús vive, y que su vida es también la nuestra.