¿Cómo decir cómo es Dios? ¿Cómo decir cómo es nuestra mamá, o nuestro papá? A veces las palabras no sirven, o hacen falta demasiadas, para expresar o explicar lo que experimentamos.
Dios es sobre todo experiencia. Incluso aunque no le demos ese nombre, pienso que todos los seres humanos la tenemos.
Y cuando nos encontramos con alguien que está viviendo sin Dios o al margen de Él, notamos que vive como huérfano angustiado o que, inconsciente o conscientemente, practica lo que llamamos la huída hacia adelante.
Nuestra fe cristiana arranca del relato de una experiencia. Desde pequeños, y también algunas personas ya de mayores, hemos escuchado cómo Dios estuvo siempre acompañando a nuestro pueblo; en los momentos difíciles, y en los fáciles, ahí ha estado. Lo expresemos como lo expresemos, Dios era como una nube durante el día, o como el maná que llegaba en la mañana, como la brisa o la tormenta, como protector en el peligro, como fuente de vida en todo momento.
Nunca conseguimos expresarlo tan bien como lo hizo Jesús cuando decía mirando a los campos, «esos lirios no tejen, pero Dios los viste; esos pájaros no siembran, pero Dios los alimenta». O cuando miraba a sus amigos y les decía, «cuánto más a vosotros os quiere Dios, que pasa en vela el tiempo que pasáis fuera de casa, y está permanente en la puerta hasta que volvéis». O cuando levantaba la vista y decía «el reinado de Dios se parece a un pastor que tenía cien ovejas y se le perdió una; y salió en su busca. ¡Qué contento regresó con ella al hombro!»
En Jesús mismo hemos experimentado cómo es Dios en su trato cariñoso hacia las gentes, en su desvivirse con los enfermos, en su dar la cara por los proscritos, en prestar su voz a los silenciados, en levantar del polvo a los humillados, en dar la vida por todos.
Con Jesús, -más que hermano, amigo-, tenemos la plena seguridad de un Dios que ha pensado siempre en nosotros, desde antes de que existiéramos, y que no nos abandonará jamás porque su Espíritu de vida hace que nosotros tengamos ansias de eternidad.
No tengamos miedo de Dios, no le temamos. Celebremos que Es, y que en Él somos, no sólo existimos. Y que somos como es Él, que somos de su misma familia, y que aún no conseguimos ni siquiera imaginar lo que en Él llegaremos a ser.
Invoquémosle como hacemos habitualmente al signarnos en tantos momentos de la vida, pero caigamos en la cuenta de que es su Espíritu, por Jesús, el que nos acerca más al Padre.
Y en Su Presencia vivamos confiados; como lo hace el niño que duerme plácidamente porque sabe que mamá y papá están ahí, velando su sueño. Pero, puesto que no somos nenes, confiemos en Dios haciendo lo que Él espera de nosotros, amando a los demás sin poner medida, pero mucho más desmedidamente a los que más lo necesitan, a quienes Dios mismo llamó sus predilectos: los pequeños, los pobres, los sencillos, los que sufren, los que lloran solos, los enfermos y los despreciados de este mundo.
La mejor manera de creer en el Dios trinitario no es tratar de entender las explicaciones de los teólogos, sino seguir los pasos de Jesús que vivió como Hijo querido de un Dios Padre y que, movido por su Espíritu, se dedicó a hacer un mundo más amable para todos. Es bueno recordarlo hoy que celebramos la fiesta de Dios.
Dios es sobre todo experiencia. Incluso aunque no le demos ese nombre, pienso que todos los seres humanos la tenemos.
Y cuando nos encontramos con alguien que está viviendo sin Dios o al margen de Él, notamos que vive como huérfano angustiado o que, inconsciente o conscientemente, practica lo que llamamos la huída hacia adelante.
Nuestra fe cristiana arranca del relato de una experiencia. Desde pequeños, y también algunas personas ya de mayores, hemos escuchado cómo Dios estuvo siempre acompañando a nuestro pueblo; en los momentos difíciles, y en los fáciles, ahí ha estado. Lo expresemos como lo expresemos, Dios era como una nube durante el día, o como el maná que llegaba en la mañana, como la brisa o la tormenta, como protector en el peligro, como fuente de vida en todo momento.
Nunca conseguimos expresarlo tan bien como lo hizo Jesús cuando decía mirando a los campos, «esos lirios no tejen, pero Dios los viste; esos pájaros no siembran, pero Dios los alimenta». O cuando miraba a sus amigos y les decía, «cuánto más a vosotros os quiere Dios, que pasa en vela el tiempo que pasáis fuera de casa, y está permanente en la puerta hasta que volvéis». O cuando levantaba la vista y decía «el reinado de Dios se parece a un pastor que tenía cien ovejas y se le perdió una; y salió en su busca. ¡Qué contento regresó con ella al hombro!»
En Jesús mismo hemos experimentado cómo es Dios en su trato cariñoso hacia las gentes, en su desvivirse con los enfermos, en su dar la cara por los proscritos, en prestar su voz a los silenciados, en levantar del polvo a los humillados, en dar la vida por todos.
Con Jesús, -más que hermano, amigo-, tenemos la plena seguridad de un Dios que ha pensado siempre en nosotros, desde antes de que existiéramos, y que no nos abandonará jamás porque su Espíritu de vida hace que nosotros tengamos ansias de eternidad.
No tengamos miedo de Dios, no le temamos. Celebremos que Es, y que en Él somos, no sólo existimos. Y que somos como es Él, que somos de su misma familia, y que aún no conseguimos ni siquiera imaginar lo que en Él llegaremos a ser.
Invoquémosle como hacemos habitualmente al signarnos en tantos momentos de la vida, pero caigamos en la cuenta de que es su Espíritu, por Jesús, el que nos acerca más al Padre.
Y en Su Presencia vivamos confiados; como lo hace el niño que duerme plácidamente porque sabe que mamá y papá están ahí, velando su sueño. Pero, puesto que no somos nenes, confiemos en Dios haciendo lo que Él espera de nosotros, amando a los demás sin poner medida, pero mucho más desmedidamente a los que más lo necesitan, a quienes Dios mismo llamó sus predilectos: los pequeños, los pobres, los sencillos, los que sufren, los que lloran solos, los enfermos y los despreciados de este mundo.
La mejor manera de creer en el Dios trinitario no es tratar de entender las explicaciones de los teólogos, sino seguir los pasos de Jesús que vivió como Hijo querido de un Dios Padre y que, movido por su Espíritu, se dedicó a hacer un mundo más amable para todos. Es bueno recordarlo hoy que celebramos la fiesta de Dios.