Jesús trató por todos los medios a su alcance de hacer ver a sus discípulos que Dios es un Padre bueno. Con esta predicación rompió todos los esquemas judaicos de la religión del ojo por ojo y del odio a los enemigos.
Dos mil años más tarde, seguimos deseando que Dios castigue a los malos como les intentamos castigar nosotros. Tal parece que el mensaje de Jesús no sirvió más que para componer hermosas poesías y grandes principios que adornen nuestra convivencia.
Pero si hoy nos reunimos para celebrar la Eucaristía no podemos ni olvidar ni ocultar que es a ese mismo Jesús a quien queremos hacer presente, cuyo cuerpo y sangre se entrega para que nosotros, alimentados, crezcamos en el espíritu de las bienaventuranzas y en la propagación y extensión del Reino de Dios.
Y entre lo que vivimos y lo que celebramos está la distancia que hemos de recorrer, y que indudablemente no sabemos ni podemos hacer solos. De ahí que San Pablo hable de sabios y de necios de una manera que parece contradictoria: “Los que se creen sabios que se hagan necios para llegar a ser sabios”. Este galimatías nos resulta muy difícil de superar, de ahí que precisamente las personas que practicamos alguna religión seamos las más estrictas y contundentes en entender y aplicar leyes carentes de misericordia.
Resulta llamativo cuántas veces pedimos perdón en la oración tanto personal como colectiva, en lo íntimo y en lo comunitario; al tiempo que en la realidad practicamos o solicitamos que se ejerza la justicia con toda contundencia. “Que lo metan en la cárcel y no salga hasta que pague todo lo que ha hecho”, solemos escuchar a otros, o pensar y desear nosotros mismos.
Quienes estamos llamados a la santidad, no podemos contentarnos con una corona sobre nuestras cabezas y una peana bajo nuestros pies; eso sería vivir una religión etérea. La religión que vive y anuncia Jesús, y que tanto nos atrae, tiene sentido y razón no porque quepa en nuestras cabezas, sino precisamente porque no cabe. Y no nos cabe en la cabeza, porque no está hecha a nuestra medida; sino a la medida de Dios.
Pero aún así es buena para nosotros, por eso se nos ofrece; es una propuesta que debiéramos atender, se trata de una invitación que nos haría felices en grado sumo.
En el evangelio de hoy Jesús analiza algunas situaciones, comparando lo que Dios ofrece y lo que nosotros hacemos. Y está claro que la venganza, que nos parece tan justa, no nos hace nada felices. En tanto que si olvidamos el rencor y el odio, incluso nuestra salud mejora.
Ser discípulo de Jesús no es ir contra nuestra naturaleza, sino llevar nuestra naturaleza a su grado más excelso. Y eso lo conseguirá el Espíritu de Jesús, que nos ha sido entregado, y hará en nosotros su labor a poco que le dejemos siéndole dóciles.