Es noticia reciente que en nuestra
ciudad se ha llevado a cabo un exorcismo sobre una joven burgalesa poseída, y
que hay una acusación por malos tratos admitida a trámite por un juez. Ha
espantado a unos, y ha sobrecogido a otros. A la mayoría, sin embargo, les
chirría que en el siglo XXI se hable del demonio, y que se haga en unos términos
que parecen devolvernos a épocas oscuras de nuestra historia y de nuestra
cultura.
La fiesta de la Inmaculada, sin
embargo, nos habla del mal del que María fue especial y graciosamente
preservada.
Y nosotros que, tal vez no entendamos
lo de la noticia, estamos aquí dispuestos a celebrar este día y cantar las
alabanzas a la Virgen.
Es verdad que hay un dogma de por
medio, que dice que todos nacemos manchados, que nuestra naturaleza está
corrompida en su origen, que está en la Biblia; y eso es lo que nos motiva a
pedir para nuestros recién nacidos el bautismo, borrar ese pecado original.
La experiencia enseña que cuando algo
no se expresa, termina por ignorarse su existencia. Ya no hay pecado, hay
enfermedad. Ya no somos pecadores, somos enfermos mentales o discapacitados anímicos.
El confesonario ha dejado paso al despacho de psicólogos, psiquiatras y
similares. Ya no hay culpa, hay terapia.
En fin, ya supondréis hacia dónde nos
conduce seguir argumentando de esta manera. O tal vez no, y entonces tendremos
que esperar a ver qué pasa.
«Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo». Así anuncia el evangelio la salvación que Dios nos trae. ¿Podía
hacerse de otra manera real la promesa de Dios hecha en el primer libro de la
Biblia, «establezco hostilidad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya;
ella te herirá en la cabeza, cuando tú la hieras en el talón»? Sin alegría, tal
vez consistiera en un ajuste de cuentas, saldando la deuda, nivelando la contabilidad,
poniendo a cero el marcador.
Pero entonces no se trataría del Dios
de Jesús. Porque el Padre del que Jesús habla no entiende de números ni de
saldos. Sólo de amor.
La alegría evangélica de María no es
simple risa, ni inocente vacuidad. Es el convencimiento de que por más grande
que sea el mal que nos amenace, incluso nos domine y apabulle, mayor es el bien
que está a nuestro favor.
Hay un fallo en el objeto de nuestra
fe. No se trata de que nazcamos con manchas; ni somos cebras ni dálmatas ni el
color de la piel es motivo que pueda inquietarnos.
Lo malo es que nacemos a un mundo
injusto, en el que el yo está antes que el tú, y el nosotros sólo se entiende
cuando los demás no cuentan.
María siente alegría porque intuye que
la justicia mayor ya ha dictado sentencia; y también se reconoce turbada porque tal justicia la
sobrepasa. La pequeñez que la delata es la misma que la encumbra: «Aquí está la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.»
Su belleza inmaculada que nos cautiva,
estimula y nos confirma en la esperanza de que el mal será aniquilado (“aplastado”);
que es posible erradicar el mal si nos dejamos tocar por Dios, pues para Él
nada hay imposible.
Para toda persona cristiana María es
fuente de inspiración y de estímulo por una vida mejor y más sana. María
despierta las fibras más profundas del corazón humano por la bondad y el bien.
No es verdadero y auténtico rezar,
cantar, festejar, alabar, pedir a María… si no se traduce en obras que ayuden a
la regeneración de nuestro entorno erradicando todos los vicios que le impiden
progresar. La Inmaculada nos pide luchar para superar –aplastar- todo lo que es
contrario a una convivencia de hermanos. Esa es la justicia que Dios quiere, la
que María con su Sí consigue para todos.
María Inmaculada, ayúdanos a “aplastar”
el mal y vivir como auténticos hijos/as de Dios.