El lunes pasado, en catequesis, uno de
los grupos trabajó con pinturas de colores y mucha ilusión un corazón para
ofrecérselo a Jesús. ¡Qué mejor ofrenda para un amigo!
Los mayores solemos emplear esa
palabra, corazón, para dirigirnos a la persona amada, indicando que la llevamos
muy dentro y que a ella hemos entregado nuestro ser. Acogida y donación son el
camino de ida y vuelta por el que los seres humanos realizamos eso que llamamos
amor.
Por amor hacemos muchas locuras, hasta
dejar de ser nosotros mismos, hasta ser totalmente otro. Eso es lo que los
especialistas llaman vivir descentrados, o superar el egoísmo, o acceder a un
plano nuevo de existencia.
Los cristianos hemos empezado la casa
por arriba al recibir lo que en realidad es lo último en alcanzar, el bautismo.
Así, pues, hemos de considerar que no estamos en la cima, sino en proceso,
siempre en camino, para lograr identificarnos con quien reconocemos constituye
el compendio de nuestras aspiraciones, el pleno desarrollo como ser humano, el
colofón de lo que empezó desde el simple barro.
Que Dios sea todo para todos no es un
deseo que podamos cumplir, no está en nuestras manos. Nos viene dado. Es Jesús,
el Cristo, quien lo expresa y lo realiza. Por eso decimos que Jesús es el
sacramento de Dios. Nadie como él, nada sin él.
Entregarle, pues, el corazón es querer
estar en él, y que él esté en nosotros. Fundirnos con quien y en quien reconocemos
es nuestro fundamento y nuestra meta.
Y entonces, los que ni conocen a Jesús
ni están bautizados, ¿qué va a ser de ellos?
La respuesta nos la da el evangelista
San Mateo en este precioso y tremendo párrafo que acabamos de proclamar. Quien
actúe como lo hizo Jesús, no importa que no le conozca, está en su onda y es
cristiano, aún sin saberlo.
Si los discípulos de Jesús en
principio hemos de imitarle, llegará un momento en que actuaremos desde nuestro
corazón, guiándonos por nuestros propios sentimientos. Serán nuestras entrañas
las que, henchidas de misericordia, desborden hacia nuestros semejantes
recibiendo y entregando el amor que se nos ha dado, haciéndolo universal e
incondicional.
No habrá tal juicio en el futuro. Ese
juicio está ocurriendo ahora, en el momento a momento de nuestra existencia. Ahí
nos jugamos de verdad la vida.