El pueblo cristiano, la comunidad de los renacidos
por el bautismo, somos caminantes portadores de un legado que vamos trasmitiéndonos
de generación en generación rico en experiencias de vida. Es decir, tenemos una
historia a la que llamamos salvífica. El misterio más profundo, al que llamamos
con una palabra que nunca sabremos expresar en su totalidad, Dios, envuelve
toda nuestra existencia. Por eso lo que mejor nos define es el signo de la cruz
realizado sobre nuestras personas, como individuos y como colectivo, en todo
lugar y circunstancia: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
Amén.
Eso es, dicho en una sola palabra, La Trinidad.
No es un signo matemático ni un problema filosófico a
resolver, y mucho menos un enigma teológico que debamos soportar
irracionalmente. Es nuestro credo más concreto: Creo en Dios Padre, creo en
Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo.
Es el evangelio el que nos guía en esta creencia. Jesús
pasó por la vida haciendo el bien en permanente intimidad con el Padre, de
quien finalmente se reconoció enviado para dar esperanza y luz a un mundo
necesitado. Y a través de sus palabras y de sus gestos, nos mostró el amor de
Dios de manera muy especial con las personas sufrientes y abandonadas. Y lo
vemos investido de un Espíritu que nos deja en su ausencia para que ni nos
sintamos solos, ni nos abandonemos en nuestra debilidad.
En Jesús, por tanto, según los evangelios, llegamos
al conocimiento de que Dios (el Padre) nos ha querido tanto, que nos mandó a su
Hijo (Jesús), para que, por la fuerza del Espíritu, podamos alcanzar nuestra
propia humanidad.
Y esto es para todas las personas, no algo reservado
a una pequeña y selecta porción de seres humanos, ni para mentes especialmente
dotadas. Cualquier persona, cualquiera de nosotros, se impresiona y enriquece
en el evangelio, precisamente con lo que descubrimos en nuestra vida como más
importante y útil: toda experiencia de amor, de delicadeza, de ternura, de
misericordia, de perdón y de reconciliación. En suma, esos detalles que
expresan lo mejor de nosotros mismos como humanos.
Esa realidad misteriosa que nos sobrepasa pero en la
que nos percibimos envueltos y hasta íntimamente implicados, eso que llamamos tímidamente
amor, eso es el Dios Trinidad.