A veces me da por pensar que si Jesús hubiera caído
en la cuenta de la forma en que íbamos a interpretar sus palabras y de las
consecuencias que se derivarían de ello, habría callado o hablado mucho menos.
Esto os lo digo a vosotros en plan de absoluta confianza y confidencialidad.
Que no salgan de este lugar.
Pero lo sabía, vaya si lo sabía; aún así no se calló.
Al contrario, habló con ocasión y sin ella, y lo hizo bien alto y claramente.
Como en el evangelio de hoy.
Le preguntan si es lícito al marido repudiar a su
mujer. No porque quieran aprender, sino para pillarle. Y Jesús les va a
contestar, pero respondiendo al estilo del Reino de Dios, en cuyo cielo ya no
habrá ni maridos ni mujeres; aludiendo al principio del principio, donde Dios
creador previó que el ser humano no estuviera solo.
En ese proyecto inicial de Dios, que crea cosas y
animales, el ser humano ocupa un puesto muy especial: en él se mira Dios a sí
mismo, e imprime su propia imagen. Así Adán y Eva no van a ser unos animales más,
que hayan de asegurar la supervivencia de la propia especie multiplicándose
como el resto de seres vivos; sino la proyección o encarnación de Dios en la
realidad creada: una sola carne, unidad en la diferencia, semejanza en la alteridad,
relación por religación.
Jesús no dice que haya derecho al repudio; sino que si
el varón puede repudiar a la mujer, también la mujer puede repudiar al marido.
Pero en ambos casos, varón y mujer estarían rompiendo la unidad que son, su
propia carne, lo que Dios ha querido que fueran.
El gesto con los niños termina por completar la explicación.
Niños y mujeres entonces pintaban tan poco que simplemente no eran tenidos en
cuenta. Las mujeres en la cocina y los niños lejos de los mayores; aquellas sin
poder ejercer autonomía, éstos una molestia que poco o nada cuenta.
Al unirlos Jesús en su respuesta está diciendo que para
Dios los últimos son los preferidos. Las mujeres, repudiadas o por repudiar, y
los niños mantenidos alejados son para Jesús la concreción de lo que Dios más
ama. Y con su cercanía hacia las personas que aquella sociedad marginaba, -enfermos,
mujeres, pecadores, Zaqueo, la adúltera, María Magdalena…-, da signos claros de
que él ha venido para estar entre los últimos, para rescatar lo que estaba
perdido, para ocupar el puesto de los servidores, porque servir es la actitud y
el valor que hace no sólo posible, sino real el mundo nuevo que él denomina
Reino de Dios.
Como los discípulos que le regañaban, también nosotros
podemos sentirnos molestos con Jesús que dejaba que los niños se le subieran
encima. Pero él nos dice una vez más, y muy seriamente: -«Dejad que los niños
se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de
Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no estará
en él».