Se dice que todo tiene un
precio; que todos lo tenemos. Y puede que al oírlo nos sintamos molestos, en la
suposición de que nos metalizan, que pretenden convertirnos en calderilla. Luego,
después de darlo vueltas, convenimos en que sí, que lo tenemos, que todo tiene
su precio.
No necesariamente es dinero,
aunque en la justicia humana al final se traduce en dinero cualquier
reivindicación, toda sentencia favorable.
Los amigos de Jesús le
preguntan en el evangelio de hoy qué van a ganar ellos por seguirlo. Han dejado
todo, o casi, y algo esperan lograr a cambio. Jesús les responde que si han
dejado casa, familia, trabajo, recibirán centuplicado casas, familias,
trabajos… Y dice al final, y no en letra pequeña precisamente, con
persecuciones. Esto en esta vida, en la otra mucho más.
Nadie olvida la pretensión
de aquellos otros que ansiaban puestos de ministros cuando el Mesías triunfara.
Las palabras de Jesús, al responderles, no se olvidaron pero se empequeñecieron;
tanto, que casi nadie las lee: ¿estáis dispuestos a beber el cáliz que yo he de
beber?
Hoy se acerca a Jesús un
joven que también espera su premio. Ha cumplido la ley, ¿qué más puede hacer
para ganarse la vida eterna? En el diálogo, Jesús comprueba que el joven no ha
sido mala persona: ni robó, ni mató, ni mintió, ni difamó. ¿No ser mala persona
es ser buena persona? Es rico. No sólo es rico; tiene riquezas en un mundo en
que los bienes no están repartidos con el amor que Dios ha puesto en todo; es rico
en tanto que otras muchas personas son pobres. No carece de nada mientras
tantos carecen de lo más imprescindible. No robó, luego la riqueza la heredó o
la ganó en un cierto tipo de suerte que le es negada al resto. Jesús le pide
generosidad, desprendimiento.
No le dice que renuncie a
nada, sino que abra su mirada. Sólo si mira como Dios lo hace, tiene cabida en
el Reino de los Cielos.
¿Qué hace Dios cuando mira?
Jesús lo hace constantemente, según los evangelios: mirar el sufrimiento, ver
la injusticia, llorar ante la marginación de tantas personas indefensas,
mujeres, niños, ancianos, campesinos expoliados, ciudadanos dominados por un
invasor, trabajadores explotados.
Sólo le pide al joven que
mire así, y entonces verá qué hacer con sus riquezas.
Sí, hay un precio para todo
y para todos. Lo malo es que nosotros queremos vendernos muy caros, y comprar
muy barato. Y al cielo no se va de esa manera, no podemos.
Hoy la Palabra de Dios, viva
y eficaz, tajante como una espada, penetrante hasta lo más íntimo del ser
humano, juzga nuestros deseos e intenciones, y nos pone ante la realidad que
vivimos. Y ahí nos pregunta: ¿qué estás haciendo? Y cuando le empezamos a
responder con la lista de nuestros méritos que ponen en valor y precio nuestra
existencia, él da un paso más y vuelve a preguntar: ¿qué estás haciendo por tu
hermano?
Si nuestra riqueza nos ciega
para ver al prójimo como hermano nuestro e hijo de Dios también, y nuestro
corazón se niega a la misericordia porque nuestras entrañas no se conmueven
como se conmueve Dios, entonces Jesús se quedará sin nosotros, porque nosotros
habremos optado por el dinero, dejando a Dios de lado.
Pidamos a Dios sabiduría
para elegir lo mejor, seamos sabios para no poner nuestro destino en riesgo de
bancarrota. No podemos engañar a Dios, cuya mirada todo lo penetra, y ante
quien hemos de rendir cuentas, pronto o tarde, pero con toda seguridad.
¿Nos salvaremos? Preguntan
los discípulos a Jesús. Pero a Jesús eso no le da quebraderos de cabeza. Sólo
quiere que confiemos en Dios y que miremos con su misma mirada. Desde ahí, todo
es diferente.