El suceso que narra el
evangelio que acabamos de escuchar bien puede ser una parábola elocuente de
nuestro mundo. En la era de las comunicaciones, llevando todos en el bolsillo
el móvil y estando conectados a la red de redes, como llaman a internet, es
posible que existan muchos que no participen de esa comunicación porque tengan
los oídos cerrados y la lengua atada. Además de los que padecen esa minusvalía,
y que por otra parte ya se esfuerzan ellos mismos por -aún así- entablar
relación como sea, existe una multitud ingente que ni oye ni habla, o que oye
sin oír y habla sin decir nada.
Engrosan este colectivo los
que no participan en nada porque viven a su aire, encerrados en su mundo; los
que se niegan a colaborar con lo que sea; los que aceptan buenamente lo que se
les de, sin ansiar ni pretender más; los que están en contra de todo, pero
tampoco están a favor de nada. Y también están, finalmente, los que han sido
callados y ensordecidos, los que no cuentan sino para chuparles la vida.
Necesitan que alguien con
autoridad les grite: “Abríos”. Que los sordos oigan y los mudos hablen es
hacerles libres. Y la libertad parece ser una lucha todavía por resolver en
nuestro mundo.
Tal vez también nosotros
estemos necesitados de que se nos grite “effetá”, para…
“Que
los sordos dejen de hacerse los sordos,
que
se limpien los oídos
y
salgan a las plazas y caminos,
que
se atrevan a oír lo que tienen que oír:
el
grito y el llanto, la súplica y el silencio
de
todos los que ya no aguantan.
Que
los mudos tomen la palabra
y
hablen clara y libremente
en
esta sociedad confusa y cerrada,
que
se quiten miedos y mordazas
y
se atrevan a pronunciar las palabras
que
todos tienen derecho a oír:
las
que nombran, se entienden y no engañan.
¡Danos
oídos atentos y lenguas desatadas!
Que
nadie deje de oír el clamor de los acallados,
ni
se quede sin palabra ante tantos enmudecidos.
Sed
tímpanos que se conmuevan para los que no oyen.
Palabras
vivas para los que no hablan.
Micrófonos
y altavoces sin trabas ni filtros
para
pronunciar la vida,
para
escuchar la vida y acogerla.
¡Que
los sordos oigan y los mudos hablen!
Que
se rompan las barreras
de
la incomunicación humana
en
personas, familias, pueblos y culturas.
Que
todos tengamos voz cercana y clara
y
seamos oyentes de la Palabra en las palabras.
Que
construyamos redes firmes
para
el diálogo, el encuentro y el crecimiento
en
diversidad y tolerancia.
¡Danos
oídos atentos y lenguas desatadas!
Que
se nos destrabe la lengua
y
salga de la boca la Palabra inspirada.
Que
se nos abran los oídos para recibir
la
Palabra salvadora, ya pronunciada,
en
lo más hondo de nuestras entrañas.
Que
se haga el milagro en los sentidos
de
nuestra condición humana
para
recobrar la dignidad y la esperanza.
Para
el grito y la plegaria,
para
el canto y la alabanza,
para
la música y el silencio,
para
el monólogo y el diálogo,
para
la brisa y el viento,
para
escuchar y pronunciar tus palabras,
aquí
y ahora, en esta sociedad incomunicada.
Tú
que haces oír a sordos y hablar a mudos…
¡Danos
oídos atentos y lenguas desatadas!”
(Florentino Ulibarri, Al
viento del Espíritu)
También en la Iglesia
padecemos de falta de comunicación. Se hace imprescindible recuperar el
bautismo como momento en el cual todos hemos sido convocados a escuchar y a
hablar, a recibir y a entregar, a disfrutar y a colaborar, en apertura al
Espíritu de Jesús y a nuestros hermanos y hermanas, con los que tenemos que
realizar el siempre difícil juego de la libertad.