Nuestro camino cuaresmal nos dirige hoy a encontrarnos con Jesús al borde de una piscina.
El evangelio de Juan alude a dos estanques de agua que sirven de marco circunstancial para que Jesús se manifieste. Uno se llama Betesda, y era un lugar donde se esperaban milagros, porque un ángel bajaba a remover las aguas y hacerlas curativas. Allí sanó Jesús a un tullido que no podía meterse en ella a tiempo y siempre alguien se le adelantaba. Otro es el estanque de Siloé, recipiente de agua que servía para abastecer a la ciudad de Jerusalén en tiempo de asedio por ejércitos enemigos. Era usado por los paganos que llegaban a la ciudad para purificarse, y también por los levitas en la fiesta de los Tabernáculos. En todo caso, uno era considerado espacio sagrado, el otro no. De ambas piscinas prescinde Jesús, haciendo que pierdan todo significado. Pero me llama la atención el hecho de que junto a estas dos piscinas o albercas Jesús aclara tras un largo diálogo con los tradicionalistas religiosos puntos importantes de la fe: el ser humano está antes que el precepto religioso, la enfermedad no es consecuencia del pecado.
Un ciego de nacimiento, que jamás ha visto luz alguna, en el encuentro con Jesús alcanza a ver, y con su ayuda reconoce la luz, la acepta y se convierte a ella. «Creo, Señor» expresa el culmen del ciego en su acceso a la fe en el Hijo del hombre. Porque no se trata de ¡ya está!, como si fuera un acto mágico; hay un largo proceso, lleno de inseguridad, miedo, oposición, rechazo, hasta llegar a la adhesión a la persona de Jesús. Alcanzar la fe resulta ser, según este pasaje evangélico, una transformación de la persona que, a pesar del entorno muchas menos veces favorable o no, o precisamente por él, va liberándose de ataduras, prejuicios y condicionantes.
También nosotros somos encontrados por Jesús allá donde estemos, y no es requerible un lugar especial o un momento determinado. Si nos adherimos a Él nos transformaremos, pero exigirá un proceso, una lucha interna y tal vez externa, dejar cosas y tomar otras, reconocer que estamos ciegos para ver con los ojos y también con el alma, y al final, como este ciego, orar suplicando: “¿Y quién eres, Señor, para creer en ti?”
Cuando ya rendidos oigamos “Soy yo”, sabremos que estamos ante Él.
Sólo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él, vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.
Y como discípulos también nosotros seremos igual que el Maestro: “Mientras estemos en el mundo, hemos de ser luz para el mundo”.
No es nuestro sitio los templos, no es ahí sólo ni precisamente en ellos donde debemos alumbrar; no dependemos de piscinas milagrosas ni de aguas curativas. El mundo entero es nuestro espacio, y es dentro de él donde tenemos que hacer presente el anuncio de la Buena Nueva. Desde él y para él, alcanzaremos el triunfo de la Pascua. En medio de nuestros hermanos, siendo creyentes y ejerciendo como tales, humildes pero convencidos, colaboraremos para que los ciegos vean, y la luz alcance a todos.