De la mano de Jesús subimos a una montaña. Lo mismo que el desierto del domingo pasado, el monte de hoy no tiene por qué ser necesariamente muy alto ni estar en un lugar concreto. Pero no debiera faltarnos a nadie estar en él de vez en cuando.
Dicen los evangelios que Jesús con cierta frecuencia, a diario, se retiraba a orar, lejos del ajetreo de las multitudes y de las dificultades con sus adversarios. Ese apartarse no era huída, sino ampliación de la mirada, acercamiento mayor a los detalles, comprensión mejor y en profundidad de lo que el Padre le pedía y de lo que él debía llevar a cabo. En el cara a cara con Dios, Jesús se transfiguraba, su ser de hijo se expresaba y realzaba ante el tú divino de su Padre. Sin esos momentos no creo que Jesús hubiera podido hacer y decir nada que valiera la pena, que tuviera valor salvífico para nosotros, que diera gloria al Padre del cielo.
Habituados a estar en el llano, los negocios y el ocio nos tienen entretenidos. Encerrados en las cosas cotidianas, sólo conocemos lo de fuera por pequeñas ventanas que dejamos entreabiertas y que apenas dejan pasar pequeños retazos de la realidad exterior, pero que es también nuestra y ante la que somos responsables. Dios, la realidad siempre mayor, casi ni la percibimos. Incluso nuestra propia vida queda parcelada por las prisas del momento y la urgencia del pasar de una cosa a otra cosa.
Subir a una montaña requiere aparcar ocupaciones, tomarse un tiempo, observar para reflexionar, pensar para orar. Porque a quien siempre encontraremos en lo alto de la montaña es a Dios. El Dios que está abajo, está también arriba. El rostro de Dios que se nos muestra en la cima, en todo su esplendor, está también ofreciéndosenos en la opacidad de lo pequeño y lo inmediato. Y tenemos que descubrir que es el mismo Dios, dentro y fuera, lejos y cerca, antes y después; necesitamos encontrarnos con él, oír su voz, percibir su presencia y experimentar cómo nos transfigura.
Creer en la vida, creer en la humanidad de todos, creer en Dios, no es tarea de un momento, aunque pueda darse en ocasiones un fogonazo de iluminación. Es tarea de toda una vida. Esa transfiguración lleva su tiempo, requiere vivir en esperanza, exige educarnos en el amor.
Y ante esa tan gran empresa, como Pedro, tal vez queramos o no subir, o no bajar.
Jesús, con quien estamos encontrándonos, tira de nosotros, y nos apremia a mirar hacia delante, y nos anima cariñosamente, «levantaos, no tengáis miedo». Porque él va con nosotros, por nosotros queremos caminar a su lado. Porque juntos haremos el camino, que pasará ciertamente por la cruz, pero que lleva directamente hacia la Pascua. Allí nuestra transfiguración será total y definitiva.
Esa es la invitación que nos hace esta Cuaresma: retirarnos un poco de las cosas y preocupaciones diarias para disfrutar de la cercanía de Dios. Puede conseguirse: en el pueblo, en el campo, en la Iglesia, en la confesión, en la comunión, en las buenas obras, en la oración reposada…
Su propósito es acrecentar nuestra fe en Jesús a través de la contemplación de su victoria sobre la muerte; de este modo podremos asumir todas las exigencias que lleva consigo ser discípulos y seguidores de Jesús.
Este relato invita a superar la tentación de un cristianismo de facilidades y ostentación, nos anima a emprender con Jesús el camino de la obediencia a la voluntad del Padre.
Dicen los evangelios que Jesús con cierta frecuencia, a diario, se retiraba a orar, lejos del ajetreo de las multitudes y de las dificultades con sus adversarios. Ese apartarse no era huída, sino ampliación de la mirada, acercamiento mayor a los detalles, comprensión mejor y en profundidad de lo que el Padre le pedía y de lo que él debía llevar a cabo. En el cara a cara con Dios, Jesús se transfiguraba, su ser de hijo se expresaba y realzaba ante el tú divino de su Padre. Sin esos momentos no creo que Jesús hubiera podido hacer y decir nada que valiera la pena, que tuviera valor salvífico para nosotros, que diera gloria al Padre del cielo.
Habituados a estar en el llano, los negocios y el ocio nos tienen entretenidos. Encerrados en las cosas cotidianas, sólo conocemos lo de fuera por pequeñas ventanas que dejamos entreabiertas y que apenas dejan pasar pequeños retazos de la realidad exterior, pero que es también nuestra y ante la que somos responsables. Dios, la realidad siempre mayor, casi ni la percibimos. Incluso nuestra propia vida queda parcelada por las prisas del momento y la urgencia del pasar de una cosa a otra cosa.
Subir a una montaña requiere aparcar ocupaciones, tomarse un tiempo, observar para reflexionar, pensar para orar. Porque a quien siempre encontraremos en lo alto de la montaña es a Dios. El Dios que está abajo, está también arriba. El rostro de Dios que se nos muestra en la cima, en todo su esplendor, está también ofreciéndosenos en la opacidad de lo pequeño y lo inmediato. Y tenemos que descubrir que es el mismo Dios, dentro y fuera, lejos y cerca, antes y después; necesitamos encontrarnos con él, oír su voz, percibir su presencia y experimentar cómo nos transfigura.
Creer en la vida, creer en la humanidad de todos, creer en Dios, no es tarea de un momento, aunque pueda darse en ocasiones un fogonazo de iluminación. Es tarea de toda una vida. Esa transfiguración lleva su tiempo, requiere vivir en esperanza, exige educarnos en el amor.
Y ante esa tan gran empresa, como Pedro, tal vez queramos o no subir, o no bajar.
Jesús, con quien estamos encontrándonos, tira de nosotros, y nos apremia a mirar hacia delante, y nos anima cariñosamente, «levantaos, no tengáis miedo». Porque él va con nosotros, por nosotros queremos caminar a su lado. Porque juntos haremos el camino, que pasará ciertamente por la cruz, pero que lleva directamente hacia la Pascua. Allí nuestra transfiguración será total y definitiva.
Esa es la invitación que nos hace esta Cuaresma: retirarnos un poco de las cosas y preocupaciones diarias para disfrutar de la cercanía de Dios. Puede conseguirse: en el pueblo, en el campo, en la Iglesia, en la confesión, en la comunión, en las buenas obras, en la oración reposada…
Su propósito es acrecentar nuestra fe en Jesús a través de la contemplación de su victoria sobre la muerte; de este modo podremos asumir todas las exigencias que lleva consigo ser discípulos y seguidores de Jesús.
Este relato invita a superar la tentación de un cristianismo de facilidades y ostentación, nos anima a emprender con Jesús el camino de la obediencia a la voluntad del Padre.