He concebido la cuaresma en nuestra liturgia parroquial como una sucesión de encuentros con Jesús. De la contemplación orante de Él iremos destacando, al hilo del evangelio, momentos paradigmáticos en la vida de cualquier persona creyente y discípula.
El primer momento que consideraremos será el desierto. Allí nos encontramos con Jesús.
No tiene por qué ser necesariamente un lugar geográfico ni durante un largo tiempo a sólo pan y agua. Se trata de un estar con uno mismo, reflexionando sobre cuanto el mundo y los demás, también Dios, nos exponen, nos piden, y nos ofrecen.
Durante su vida terrena, Jesús llegó a vibrar al unísono con el Padre. Pero eso no quita que estuviera también expuesto a ser seducido por alternativas, todas ellas muy humanas, que le indicaban otras metas y plan de vida o bien le condicionaban seriamente en lo que ya estaba firmemente decidido.
Por eso, y resumiendo, Jesús se tiene que reafirmar en su respuesta a la llamada de Dios, que engloba toda su existencia. Y lo hace con una decisión ejemplar, aunque tal vez engañosa por lo fácil que resulta, tan aparentemente libre de toda resistencia:
No ha venido a preocuparse de su propio pan, y sabe lo que es pasar hambre; sino de que comamos todos, porque está mucho más preocupado por la necesidad ajena.
Tampoco ha venido para que le lleven en volandas los ángeles, acaparando fama y "haciéndose un nombre”, aunque con ello haría mucho más productiva su tarea y le resultara más fácil llevar a cabo su misión. Él ha de dar a conocer el nombre del Padre y a llevarnos a nosotros sobre sus hombros, como lleva un pastor a la oveja que ha perdido. Y no puede desvirtuarse a sí mismo ni a nosotros, con facilidades de pago ni con atajos dulcificadores.
No ha venido Jesús a poseer, dominar y ser el centro, que lo ocupa sólo Dios y su Reino. Él está para lo que haga falta: servir y dar la vida en favor de muchos, negándose si hiciera falta, a sí mismo. Y lo hizo: siendo Dios, se hizo carne; siendo rico, pobre; siendo todo, por el Padre y por nosotros se hizo nada.
Todo esto bien se puede resumir, referido a nosotros, con esa frase de San Pablo que entresaco de la segunda lectura: «Vivirán y reinarán gracias a uno solo, Jesucristo», quienes hemos sido agraciados por Dios con el don de sí mismo. Sólo Dios basta, para hacerlo todo nuevo. Teniendo con nosotros a Dios, lo demás no es que no valga nada, es que lo tendremos por supuesto.
Dejémonos atraer por esa manera de ser suya, en la que aprendemos a ser hombres y mujeres “cabales”; hablemos con Jesús de nuestras propias tentaciones, pidámosle que nos ayude a hacer opciones y a establecer prioridades parecidas a las suyas.