Pedro había escogido seguir a Jesús, porque lo consideraba la mejor decisión que podía tomar. Un pescador humilde de un lago de Palestina no podía presentarse a mejor oposición.
Cuando Jesús le habla de entrega, de cruz y de muerte, no entiende nada. ¡Cómo va a acabar así el centro de todos sus sueños y esperanzas! Jesús le da una lección que el Evangelio expresa con cierta dureza. Viene a decir más o menos: Seguirle no es sólo caminar por los campos de Galilea en primavera, rodeados de multitudes que aclaman a Jesús. Seguirle es caminar cuesta arriba, hacia Jerusalén. Y saber que allí, por coherencia vital, esperan dificultades, conflictos, problemas. Y acaso también espera la muerte. Porque el Reino lo merece todo. Y porque la confianza se pone en Dios y no en nuestras propias fuerzas. Agarrarse a la vida es perderla. Vivirla a tope en la fraternidad del Reino, compartiendo, arriesgando, regalando, dándose, es la única forma verdadera de ganarla.
Quisiéramos vivir un cristianismo cómodo, sin sobresaltos, sin conflictos. Pero Jesús es claro es su invitación: hay que tomar la cruz, hay que arriesgar la vida, hay que perder los privilegios y seguridades que nos ofrece la sociedad si queremos ser fieles al evangelio. ¿Cómo vivimos en la familia y en la comunidad cristiana la dimensión profética de nuestro bautismo? ¿Estamos dispuestos/as a correr los riesgos que implica el seguimiento de Jesús? ¿Conocemos personas que han vivido la experiencia del martirio por el evangelio? ¿Ya no es tiempo para mártires, o lo es para mártires de otra manera?