Hemos escuchado en la primera lectura
cómo el profeta Jeremías, después de haber sufrido por la ruina de su pueblo,
Israel, con el destierro a Babilonia, ahora de parte de Dios, anuncia, por
primera vez en todo el Antiguo Testamento, una Nueva Alianza. «Mirad que llegan
días en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza Nueva».
Dios sigue fiel a su promesa y a su Alianza: «Yo seré su Dios y ellos serán mi
pueblo». A pesar de la dureza del corazón de su pueblo, Dios no le abandona.
Por sus profetas le va conduciendo, le va exhortando a la conversión.
La Alianza que anuncia Jeremías será más
perfecta, más interior. No quedará grabada, como la de Moisés, en unas tablas
de piedra: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones». «Todos
me conocerán, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados». Hemos
cantado en el salmo: «Oh, Dios, crea en mi un corazón nuevo». La Alianza como
el amor y la amistad, no se quedan en gestos exteriores, sino que piden una
actitud interior.
Lo que el profeta Jeremías intuyó
desde la penumbra del Antiguo Testamento, nosotros lo vemos ya cumplido
plenamente en Cristo Jesús. La Nueva Alianza la selló él con su sangre en la
cruz.
Las lecturas de hoy nos dicen lo que
le costó. Sería una falsa imagen de Jesús el imaginarlo como un superhombre,
impasible, estoico, por encima de todo sentimiento de dolor o de miedo, de duda o de crisis. Juan, en el evangelio, nos ha dicho cómo Jesús,
instintivamente, pedía a Dios que le librara de la muerte, aunque luego él
mismo recapacitó y pidió que se cumpliera la voluntad del Padre. Y en la Carta
a los Hebreos hemos leído detalles que no constan en el evangelio: Cristo, ante
la muerte, pidió ser librado de ella con lágrimas y gritos.
Tenemos un mediador, un Pontífice, que
no es extraño a nuestra historia, que sabe comprender nuestros peores momentos
y nuestras experiencias de dolor, de duda y de fatiga. Lo ha experimentado en
su propia carne. Y así es como ha realizado entre Dios y la humanidad la
definitiva Alianza.
Pero todo esto no es la última
palabra. Este amor total hasta la muerte tiene un sentido positivo.
El mismo Jesús nos ha presentado una
imagen muy expresiva: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo, pero si muere, da mucho fruto». Ese es el camino de la salvación que
Cristo nos ha conseguido. Como es el camino de todas las cosas que valen la
pena.
Contemplamos esta figura de Cristo
caminando hacia su cruz y dispongámonos a incorporarnos también nosotros al
mismo movimiento de su Pascua: muerte y vida, renuncia y novedad. Nos ha dicho:
«El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi
servidor. El que se ama a sí mismo, se pierde». Celebrar la Pascua supone
renunciar a lo viejo y abrazar con decisión lo nuevo. La novedad de vida que
Cristo nos quiere comunicar.
Esto supone lucha. Esto comporta
muchas veces dolor, sacrificio, conversión de caminos que no son pascuales, que
no son conformes a la Alianza con Dios. El mejor fruto de la Pascua es que
nuestra fe, tanto a nivel personal como comunitario, se haga más profunda y
convencida, y que cambie el estilo de nuestra vida.
El sacerdote sabe comprender nuestros
peores momentos y nuestras experiencias de dolor, de dudas, de fatigas, de
cansancio… Hace unos días celebrábamos la fiesta de san José, patrono de los seminarios
diocesanos. Y pedíamos sacerdotes que después de haber escuchado la Palabra de
Dios, de haberse dejado llenar de ella, salgan a los caminos para ofrecer el bálsamo
del amor, de la gracia, del perdón. No se puede hacer vivir a otros si no estoy
dispuesto a “des-vivirme” por los otros. La vida humana es fruto del amor y
brota en la medida en que nos entregamos. Pero tenemos que añadir también que
el amor nos hace vulnerables; amar incluye sufrimiento, porque quien no ama ni
pena ni muere.
Teresa de Jesús sabe de cruz. No
estuvo ausente en su vida; más aún, pudo decir: «En la cruz está la vida, y el
consuelo y ella sola es el camino para llegar al cielo».
Cuando hoy escuchemos en la eucaristía
lo que el sacerdote dice del cáliz de vino: «Este es el cáliz de mi Sangre,
Sangre de la Alianza nueva y eterna», recordemos lo que anunciaba Jeremías, y
que se ha consumado en la cruz de Cristo. De esa Alianza participamos cada vez
que acudimos a comulgar. La eucaristía es cada vez una Pascua concentrada:
Cristo mismo ha querido en ella hacernos partícipes de toda la fuerza salvadora
de su entrega en la cruz.
(Subsidio Litúrgico ofrecido por la
Conferencia Episcopal Española para el día del Seminario, 22 de marzo de 2015)