Hay en matemáticas un valor que es
fundamental para todo tipo de cálculos, el número pi, equivalente a 3,1416… Es
constante e imposible de determinar, porque tiene infinitos números decimales.
Los cristianos deberíamos tener
presente en todo momento el texto que acabamos de escuchar del evangelio de San
Juan. Ese pasaje, el “pi” del evangelio está identificado como 3,14-16 y dice
así: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca
ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no
mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve
por él».
¿Se necesita darle alguna explicación
o añadirle comentarios?
Por si fuera obligado hacerlo, valgan
estas pocas palabras de un teólogo: “Dios no se hizo presente en este mundo, en
la persona y vida de Jesús, porque se sintiera ofendido, indignado, irritado.
Dios se hizo presente en el mundo, en el hombre Jesús de Nazaret, porque quiere
tanto al mundo, que no soportaba más estar lejano, distante, desconocido. Dios
se humanizó en Jesús.
Humanizándonos, encontramos la luz y
amamos la luz. Endiosándonos, encontramos las tinieblas y toda nuestra vida
proyecta oscuridad. No hay cosa más turbia y oscura que una persona que solo
aspira a subir, trepar, instalarse. Como no hay luz más poderosa que la luz del
que es tan humano que no tiene nada que ocultar, de forma que su vida y sus
obras contagian bondad y humanidad” (Castillo).
Para el evangelista San Juan, cree
quien se sabe amado, y por ello se siente feliz y agradecido. Y procura
responder amando. No cree quien deja perder ese regalo que llena de sentido la
vida. Como comunidad cristiana y como creyentes tenemos la vocación de ser
testigos de esa luz. Es un regalo que Dios ofrece a todos. Y Él quiere contar
con nosotros para que lo hagamos visible y creíble en el mundo actual.