El progreso está ahí, y lo percibimos
fácilmente. La humanidad avanza dando pasos de gigante. Sólo de nuestros padres
a nosotros se ha dado un vuelco impensable para ellos. Nuestros hijos vivirán
cosas que no podemos ni sabemos siquiera imaginar, en la medicina, en las comunicaciones,
en la producción, el transporte, en fin, en todos los ámbitos de la vida. Nos
beneficiamos de él, aunque por momentos vivimos con limitaciones y carencias.
Sin embargo, este desarrollo
prodigioso nos va “salvando” sólo de algunos males y de manera limitada. Ahora
precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano, empezamos a
percibir mejor que no podemos darnos a nosotros mismos todo lo que anhelamos y
buscamos.
¿Quién nos salvará del envejecimiento,
de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender
que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni
ciencia ni doctrina ideológica. Como seres humanos nos resistimos a vivir
encerrados para siempre en esta condición caduca y mortal; nos parece más una
condena.
Con todo, no pocos cristianos viven
hoy mirando exclusivamente a la tierra. Al parecer, no nos atrevemos a levantar
la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la
Ascensión del Señor es bueno recordar unas palabras del gran científico y místico
que fue Theilhard de Chardin: “Cristianos, a solo veinte siglos de la Ascensión,
¿qué habéis hecho de la esperanza cristiana?”.
En medio de interrogantes e
incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida,
trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se
cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un
misterio de Bondad y de Amor. Dios es una Puerta abierta a la vida que nadie
puede cerrar.
En la Ascensión del Señor percibimos a
ese Dios no distinto ni distante de nosotros, Dios-con-nosotros, abajándose aún
más, metiéndose dentro de nosotros mismos hasta hacerse Dios-en-nosotros.
Sí, ahora y definitivamente por Jesús,
el resucitado, nuestro destino y el de Dios están indisolublemente unidos.
Nuestra esperanza, la esperanza cristiana, tiene sentido y razón.