Cuando los cristianos pensamos y hablamos sobre el
Reino de Dios, el reino de los cielos, a veces parece que estamos haciendo
ciencia ficción, de manera que una cosa es lo que vivimos y otra muy diferente
lo que recitamos cuando proclamamos el Credo.
Jesús predicó el Reino, pero al mismo
tiempo lo vivió. Pidió al Padre que viniera y se hiciera realidad, “venga a
nosotros tu Reino” dice el padrenuestro, mientras volcaba todas sus fuerzas en
hacérselo sensible a quienes le seguían para escucharle.
Muy pedagogo para que todo el mundo comprendiera, lo
expresaba a través de gestos que nadie desconociera. A su trato cercano, amable
y acogedor, Jesús añadió, mejor dicho, aprovechó algo que todos podemos
entender fácilmente: la mesa, la comida, la fiesta.
Los evangelios relatan con todo lujo
de detalles sus comidas en casa, en el campo, en pequeño grupo y entre
multitudes. Incluso concentró sus momentos finales en aquella última cena que
nos dejó como institución central de su vida que fuera memorial suyo para
todos.
En la mesa y con los platos rebosantes
de comida Jesús indica al resto de comensales que es posible y deseable y es
voluntad de Dios sobre la humanidad entera que haya una mesa donde todos
quepamos para alimentarnos de alimentos que sacian toda necesidad; y que en
torno a ella no existan primeros puestos ni últimos; que no sólo no haya
entrada restringida, sino que tengan preferencia para sentarse a ella pobres,
lisiados, cojos y ciegos; es decir, exactamente lo contrario de lo que suelen
ser nuestros banquetes y comidas de negocios o de festejo.
Comer y beber son comunes a todo ser
vivo. Y los seres humanos hacemos de ello además momento de relación y de
estrechamiento de los lazos de interés y de afecto que nos unen a los demás.
Jesús nos llama hoy a comer y beber no
a solas e individualmente; tampoco con el estrecho o ancho grupo de afines y
allegados; sino abiertos sin medida a todos, sin acepción de personas; libres
de prejuicios y de motivos interesados; buscando la acogida y el servicio, no la
utilización y la apariencia.
Precisamente este mundo donde sólo
comemos unos pocos y tenemos asiento privilegiado los que más podemos empezará
a ser Reino de Dios cuando a nadie se le niegue el alimento y todos, también
los empobrecidos y orillados, tengan el puesto que les corresponde.
Los seguidores de Jesús hemos de
recordar que abrir caminos al Reino de Dios no consiste en construir una
sociedad más religiosa o en promover un sistema político alternativo a otros
también posibles, sino, ante todo, en generar y desarrollar unas relaciones más
humanas que hagan posible unas condiciones de vida digna para todos empezando
por los últimos.