Jesús llega a Naín cuando en la pequeña aldea se está
viviendo un hecho muy triste. Una madre viuda, acompañada por sus vecinos,
lleva a enterrar a su único hijo. Es una viuda, sin esposo que la cuide y
proteja en una sociedad dominada por varones. Le quedaba sólo un hijo, el que
acaba de morir. La mujer no dice nada. Sólo llora su dolor. ¿Qué será de ella?
El encuentro de Jesús con el cortejo
ha sido inesperado. Jesús venía a anunciar también en Naín la Buena Noticia de
Dios. Según el relato, «el Señor la miró, se conmovió y le dijo: No llores». Es
difícil describir mejor al Profeta de la compasión de Dios.
No conoce a la mujer, pero la mira
detenidamente. Capta su dolor y soledad, y se conmueve hasta las entrañas. El
abatimiento de aquella mujer le llega hasta dentro. Su reacción es inmediata: «No
llores». Jesús no puede ver a nadie llorando. Necesita intervenir.
No lo piensa dos veces. Se acerca al féretro,
detiene el entierro y dice al muerto: «Muchacho, a ti te lo digo, levántate».
Cuando el joven se incorpora y comienza a hablar, Jesús “lo entrega a su madre”
para que deje de llorar. De nuevo están juntos. La madre ya no estará sola.
Todo parece sencillo. El relato no
insiste en el aspecto prodigioso de lo que acaba de hacer Jesús. Invita a sus
lectores a que vean en él la revelación de Dios como Misterio de compasión y
Fuerza de vida, capaz de salvar incluso de la muerte. Es la compasión de Dios
la que hace a Jesús tan sensible al sufrimiento de la gente.
En la Iglesia hemos de recuperar
cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de
Jesús. La hemos de rescatar de una concepción sentimental y moralizante que la
ha desprestigiado. La compasión que exige justicia es el gran mandato de Jesús:
«Sed compasivos como vuestro Padre Dios es compasivo». Esta compasión es hoy más
necesaria que nunca. Desde los centros de poder, todo se tiene en cuenta menos
el sufrimiento de las víctimas. Se funciona como si no hubiera dolientes ni
perdedores. Desde las comunidades de Jesús se tiene que escuchar un grito de
indignación absoluta: el sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en
serio; no puede ser aceptado socialmente como algo normal, pues es inaceptable
para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.
La celebración de la eucaristía ha de
ayudarnos a abrir los ojos y descubrir a quiénes hemos de defender, apoyar y
ayudar en estos momentos. Vivida cada domingo con fe, la eucaristía nos puede
hacer más humanos y mejores seguidores de Jesús. En medio de la crisis, también
nuestras comunidades cristianas pueden crecer en amor fraterno. Es el momento
de descubrir que no es posible seguir a Jesús y colaborar en el proyecto
humanizador del Padre sin trabajar por una sociedad más justa y menos corrupta,
más solidaria y menos egoísta, más responsable, menos frívola y consumista. Nos
puede ayudar a vivir la crisis con lucidez cristiana, sin perder la dignidad ni
la esperanza.
(Tomado de José Antonio Pagola, "Buenas Noticias")