La fe cristiana ha nacido del
encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús.
Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él
y experimentan "la cercanía salvadora de Dios". Esa experiencia
liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha
desencadenado todo. Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y
malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por
la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve
contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.
Por eso, si a lo largo de los años, no
se contagiara y se transmitiera esta experiencia de unas generaciones a otras,
se introduciría en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los
obispos y presbíteros seguirían predicando el mensaje cristiano, los teólogos
escribiendo sus estudios teológicos y los pastores administrando los
sacramentos. Pero, si no hubiera testigos capaces de contagiar algo de lo que
se vivió al comienzo con Jesús, faltaría lo esencial, lo único que puede
mantener viva la fe en él.
En nuestras comunidades necesitamos
testigos de Jesús. Juan Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío,
nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio
de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz».
Creyentes que despierten el deseo de
Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal,
su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo
rescaten del olvido y de la relegación para hacerlo más visible entre nosotros.
Testigos humildes que no roben
protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos
sostenidos y animados por él, que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras
la presencia inconfundible de Jesús vivo en medio de nosotros.
Los testigos de Jesús no hablan de sí
mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En
realidad el testigo no tiene la palabra. Es solo «una voz» que anima a todos a «allanar»
el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene
también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que en medio
de tanto desaliento y desconcierto ponen luz pues nos ayudan con su vida a
sentir la cercanía de Jesús.
Hijos de María de Guadalupe, somos, y
estamos llamados a ser cada vez más, testigos y apóstoles de la Buena Nueva de
Jesús, que él quiere absolutamente para todos.