Tal vez algunos de los presentes hayan sido testigos de aquellas misiones populares que se hacían en parroquias, de pueblos y ciudades, donde aún se conservan cruces y lápidas con las fechas y los nombres de los predicadores que las realizaron.
Tenían por finalidad devolver al pueblo cristiano a las fuentes de la fe, acercarse a la eucaristía pasando por el tribunal de la confesión.
Durante varias semanas la gente asístía a escuchar la llamada evangélica, y era frecuente y hasta masiva la conversión del corazón. De aquellos actos salieron re-evangelizados muchos cristianos.
Con el mismo propósito, la liturgia de este domingo es para nosotros una misión popular.
Comienza con una recomendación a los predicadores: «Consolad, consolad a mi pueblo, -dice vuestro Dios-; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados».
Pasa a continuación a entregar el contenido del mensaje que han de transmitir: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder, su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede. Como un pastor apacienta el rebaño, su brazo los reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres».
La conclusión no podría ser otra que ésta, expresada por quien es consciente de ser un instrumento: «Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».
Porque lo que importa es, no quién hace de profeta, sino quién habla en realidad y a quién estamos escuchando: el mismo que ha de venir, el que ya está viniendo y ante quien debemos aparecer santos e irreprochables.
No es el producto de la verborrea más o menos grandiosa, elocuente y persuasiva del orador de turno, sino de Dios mismo que se sacramenta en Jesús, cuyo evangelio es buena noticia para el mundo.
Hoy estamos más necesitados que nunca de una noticia buena. Lucas, el evangelista, nos la da, y nosotros la podemos recibir. Escuchemos, atendamos, aceptemos. Esa es la conversión que este tiempo de adviento nos está solicitando. Acoger la palabra de Dios, Jesús el Cristo, es entrar en la noche sin ceder al sueño, vigilando con la sensatez de aquellas doncellas sabias que junto con las lámparas tenían aceite de reserva; es esperar un cielo nuevo y una tierra nueva que sólo serán posibles si creemos en su posibilidad, y todos vamos dando pasos decididos hacia ellos.
Ya nadie pone en duda que nuestro mundo y nuestra sociedad están en crisis. El siguiente paso debería consistir en reconocer que cuantos más brazos se unan, antes saldremos de ella. En tanto que un paso atrás sería dormirnos en la espera de que venga alguien a solucionar nuestros problemas.
Aprovechando que nuestro desierto es real, que tenemos motivos más que suficientes para reconocer que cuando construimos al margen de la humanidad dejamos de ser humanos, dejemos que Dios toque nuestro corazón, nos seduzca, y sea él quien nos lleve a los verdes prados donde las cosas pierdan el lugar que ocupan y el ser humano recupere la centralidad que exige y necesita.
Esta es la buena nueva a la que debemos convertir nuestro corazón: El Dios de Jesús, en cuyo día habita la justicia, está llegando; preparemos su camino allanando en la estepa una calzada, levantando valles, abajando montes y colinas, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso.