Ayer aprendí una palabra nueva para mí: Resiliencia.
“Uno de los conceptos más modernos y llamativos de la psicología actual es el de Resiliencia. Un nombre extraño que alude en el campo de la física, a la capacidad de los materiales de volver a su forma original, cuando han sido forzados a cambiar o deformarse. En la psicología, el concepto de resiliencia o afrontamiento, señala la capacidad para enfrentar situaciones críticas, sobreponerse y salir airoso y fortalecido, en vez de frustrado o debilitado.
Fue adaptado a las ciencias sociales para caracterizar aquellas personas que, a pesar de nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, se desarrollan psicológicamente sanos y exitosos. Se ha dicho que todo comenzó con la observación de algunos niños criados en familias con padres alcohólicos, quienes pese a esto, se recuperaban y lograban una calidad de vida aceptable.
La resiliencia puede ser innata o adquirida. Aunque algunas personas parecieran traer desde su nacimiento cierta capacidad de tolerancia a las frustraciones, dificultades o enfermedades, también es posible aprenderlas, a partir de la incorporación en el repertorio personal de nuevas manera de pensar y hacer. La resiliencia puede verse como una capacidad que ampliada, podría incluir cualidades como esperanza, tolerancia, resistencia, adaptabilidad, recuperación o superación de contingencias, autoestima, solución de problemas, toma de decisiones, y ecuanimidad ante presiones considerables.” (Tomado de un artículo de Internet)
Jesús no tenía estas nociones de física ni de psicología, que son de nuestra era. Pero sabía mucho. Y además era un cuenta cuentos experto. Con tres hermosos cuentecillos enseña a las gentes a creer que en lo pequeño está Dios con más amor si cabe que en otros lugares. Y Dios está ahí como el jardinero, paciente, delicado, alegre, lleno de esperanza en los frutos que vendrán. Está al cuidado de todo y juzga con moderación, como dice la primera lectura del libro de la Sabiduría. Por su Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad e intercede por nosotros con gemidos inefables, como dice la carta a los Romanos. Dios es la levadura que se mete en nuestra vida y, tarde o temprano, convertirá nuestro cuerpo mortal en fuente de vida para el mundo, es lo que dice Jesús en el Evangelio.
Luego será responsabilidad nuestra hacer de este mundo un lugar más habitable para todos. Un lugar donde, como en el Reino, todos encuentren un lugar donde hacer su nido, donde habitar a la sombra del Padre que nos ama. Un mundo más justo donde nadie quede excluido y no tenga acceso a la mesa de la fraternidad.
El cristiano, el discípulo de Jesús, es como la mostaza, como la buena semilla que se siembra en el campo del mundo, como la levadura. Con su presencia, con su compromiso, con su vida, aquí y ahora, va haciendo de este mundo el Reino, va construyendo la casa común donde todos se sentirán acogidos, salvados, reconciliados, amados. Ahora es nuestra responsabilidad hacer que la mostaza crezca, que la buena semilla se siembre, que la levadura se entierre en la masa. Seguros de que la cizaña no triunfará, porque es Dios mismo el que está al cuidado de la cosecha.