Al leer las lecturas de este domingo,
he recordado un libro de hace unos cuantos años, firmado por Ernesto Cardenal y
titulado El Evangelio en Solentiname. Cuenta en él Ernesto Cardenal, que en
1966 fue a aquel remoto paraje de Nicaragua con otros dos compañeros para
fundar una comunidad contemplativa. Allí comenzaron a llevar una vida muy
sencilla, compartiendo trabajo y oración con los campesinos pobres de la zona.
Con ellos celebraban misa los domingos
y escuchaban como aquella gente sencilla comentaba el Evangelio y lo aplicaba a
su vida, a sus problemas y dificultades. Sentían aquellos hombres y mujeres que
la Palabra de Dios se dirigía a ellos y les hablaba al corazón. Las palabras de
Jesús les hablaban de libertad y les daban esperanza. Se sentían oprimidos por
una situación de pobreza injusta. Vivían en la Nicaragua sometida a la
dictadura de Somoza. Y el Evangelio sonaba a liberación. El Reino era una
promesa llena de vida y futuro.
El Evangelio de hoy nos debería llegar
así al corazón. Jesús toma la Palabra y se dirige a su Padre, su Abbá, y a los
que le escuchan. Da gracias porque la buena nueva del reino llega a los que más
lo necesitan, a los que les ha tocado la parte peor de la historia, a los
sencillos y humildes que no tienen nada y que, por eso, ponen su esperanza,
toda su esperanza, sólo en Dios.
Jesús siente que su misión encuentra
así su sentido pleno, que Dios es el Padre que acoge a todos, sobre todo a los
que están cansados y agobiados por el peso de la pobreza, del sufrimiento, de
la injusticia, del dolor. Para ellos el yugo de Jesús es llevadero y su carga
ligera.
El Reino de Jesús es diferente de
todos los demás que hemos conocido y conocemos en nuestra historia. Como dice
la profecía de Zacarías, el rey viene justo y victorioso pero modesto y
cabalgando en un borrico. Su victoria pone fin a las armas y a la violencia, a
la destrucción y la guerra. Trae la paz porque su palabra llega al corazón de
las personas. Allí donde crece el odio y la violencia, él pondrá la
reconciliación, el perdón y la justicia que reconstruye las relaciones entre
las personas.
¿No es ésta una utopía más? ¿Un sueño
inútil? ¿Una esperanza que nos lleva una vez más a un callejón sin salida? De
ninguna manera, porque, como nos dice Pablo en la carta a los Romanos, el Espíritu
de Dios habita en nosotros. Creemos en Jesús, creemos que resucitó de entre los
muertos. Por eso, con el Espíritu damos muerte a las obras del cuerpo, de la
carne. Y la carne en Pablo no se refiere sólo a los pecados sexuales. La carne
es otra forma de referirse al hombre viejo, egoísta, violento. Es una forma de
vida que lleva a la muerte.
La fe nos abre al Espíritu de Dios, al
hombre nuevo en Cristo, a vivir de tal modo que vamos construyendo el reino de
Dios en todo lo que hacemos. Y la utopía se va haciendo realidad en nuestras
actitudes y relaciones. La esperanza cristiana no es una utopía inútil e
imposible, sino el compromiso activo por vivir según el Espíritu.
Es tiempo de abrir el corazón para
dejar que la Palabra nos llegue, nos llene de esperanza y nos mueva a vivir según
el Espíritu de Jesús. Como hizo Ernesto Cardenal con aquellos campesinos de
Solentiname.