Según los evangelios, tras la ascensión del Señor, los discípulos se dispersaron por la tierra predicando la Buena Noticia del Reino y contando cuanto junto a Jesús habían visto y oído; lo que aprendieron y descubrieron lo anunciaron sin medida, y su testimonio se vio compensado con un éxito arrollador, según cuenta el Libro de los Hechos de los Apóstoles.
La Iglesia mantenía vivo su mensaje y su recuerdo se hacía presente allá donde iba cualquier cristiano o cristiana.
Hoy, sin embargo, a Jesús lo vivimos más como ausencia que como presencia; aquella Iglesia joven y entusiasta, es ahora una envejecida institución que llega, sí, a todo el mundo, pero que ha perdido el arrojo y se ha acomodado al engranaje lento y pesado de lo organizado y bien atado; nuestra fe se ha ido ritualizando y ya sólo sabemos de oídas y por personas interpuestas, a través de catequesis y sermones.
El Evangelio ha quedado para una gran mayoría en unas lecturas litúrgicas que en lenguaje antiguo, dicen poco o casi nada.
Y necesitamos volver a descubrir a Jesús. Y no nos debe valer sólo lo que nos digan otros. Hemos de hacerlo por nosotros mismos.
El Concilio Vaticano II puso en primer lugar el Evangelio, al alcance de todos los cristianos, rompiendo una inercia de siglos en sentido contrario. Solo la experiencia directa e inmediata del Evangelio puede revitalizar nuestra fe y la de la Iglesia, vino a decir.
Han pasado cincuenta años de esto, y estamos como estamos.
Jesús no puede seguir desaparecido. Y estará ausente en la medida en que nosotros, los creyentes en él y en el Reino que anunció, sigamos distantes de ese conjunto de dichos y hechos de Jesús, transmitido hasta nosotros por un grupo entusiasta de convencidos cristianos, que creyeron con todas sus ganas en el Dios encarnado, Dios con nosotros, y nos lo han ofrecido para que también nosotros nos acerquemos a esos escritos y bebamos de ellos, y sean la matriz originaria de nuestra fe.
Sólo de esta manera, por atracción más que por obligación, por irradiación y contagio, no por imposición, el suave olor de la presencia de Jesús inundará de suave fragancia nuestras vidas, por más que el medio en que nos encontremos sea frío, y tan poco propicio.
Si nos toca predicar el Evangelio, y ese es el encargo que nos dejó Jesús, el primer paso y del todo necesario es acercarnos a él, leerlo y asumirlo.
La Iglesia mantenía vivo su mensaje y su recuerdo se hacía presente allá donde iba cualquier cristiano o cristiana.
Hoy, sin embargo, a Jesús lo vivimos más como ausencia que como presencia; aquella Iglesia joven y entusiasta, es ahora una envejecida institución que llega, sí, a todo el mundo, pero que ha perdido el arrojo y se ha acomodado al engranaje lento y pesado de lo organizado y bien atado; nuestra fe se ha ido ritualizando y ya sólo sabemos de oídas y por personas interpuestas, a través de catequesis y sermones.
El Evangelio ha quedado para una gran mayoría en unas lecturas litúrgicas que en lenguaje antiguo, dicen poco o casi nada.
Y necesitamos volver a descubrir a Jesús. Y no nos debe valer sólo lo que nos digan otros. Hemos de hacerlo por nosotros mismos.
El Concilio Vaticano II puso en primer lugar el Evangelio, al alcance de todos los cristianos, rompiendo una inercia de siglos en sentido contrario. Solo la experiencia directa e inmediata del Evangelio puede revitalizar nuestra fe y la de la Iglesia, vino a decir.
Han pasado cincuenta años de esto, y estamos como estamos.
Jesús no puede seguir desaparecido. Y estará ausente en la medida en que nosotros, los creyentes en él y en el Reino que anunció, sigamos distantes de ese conjunto de dichos y hechos de Jesús, transmitido hasta nosotros por un grupo entusiasta de convencidos cristianos, que creyeron con todas sus ganas en el Dios encarnado, Dios con nosotros, y nos lo han ofrecido para que también nosotros nos acerquemos a esos escritos y bebamos de ellos, y sean la matriz originaria de nuestra fe.
Sólo de esta manera, por atracción más que por obligación, por irradiación y contagio, no por imposición, el suave olor de la presencia de Jesús inundará de suave fragancia nuestras vidas, por más que el medio en que nos encontremos sea frío, y tan poco propicio.
Si nos toca predicar el Evangelio, y ese es el encargo que nos dejó Jesús, el primer paso y del todo necesario es acercarnos a él, leerlo y asumirlo.