Un domingo más tengo el gusto, pero también la responsabilidad, que a veces me abruma, de dirigiros la palabra para comentar la liturgia.
Y un domingo más, pero especialmente hoy, me gustaría que no fuera sólo mi voz la que se oyera, sino que otros y otras se expresaran sobre el tema que sirve de eje a las tres lecturas: la fe.
Desde aquello de “fe es creer lo que no vimos” del catecismo de nuestra infancia ha llovido mucho. Hoy pedimos y exigimos más. Hemos madurado y crecido en edad, dignidad y gobierno, como también se decía antes. Y nuestra fe, la que nos comunicaron en el Bautismo, la que enriquecimos con la catequesis y la práctica sacramental, la que se ha robustecido con la experiencia de la vida y la ayuda del Espíritu de Dios, esa fe pide también ser expresada, compartida y cotejada con los diversos sentires y entendimientos.
Sería en extremo provechoso que habláramos de las dificultades con que nos encontramos, las ayudas de las que echamos mano, las alegrías que nos aporta, las dudas que nos asaltan, en fin, incluso la impotencia y/o el desánimo que tantas veces nos incitan a dejarlo todo y quedarnos en casa.
Pero no sé de qué manera puedo convenceros de que sería bueno y provechoso para todos que la homilía fuera participada por alguno más.
Los discípulos le piden a Jesús que aumente su fe. Y Jesús les responde que no es cuestión de cantidad sino de calidad.
Si tuvieran más fe tal vez podrían mover árboles y montañas de su sitio.
Si tuvieran la fe que él pide de ellos simplemente cumplirían la voluntad de Dios.
Puesto que Dios es amor, tener fe es vivir ese amor que Dios nos tiene amando a todos hasta que lleguemos a ser fraternidad.