El otro día contó Arguiñano un chiste entre cortar carne y encebollar pescado, que no era nuevo, pero tuvo su gracia. Es ese que dice de un cura que se cayó a un pantano. Por tres veces fueron los bomberos a rescatarlo, y por tres veces él los despidió diciendo: "Confío en el Señor. Él es mi refugio y salvación". Al fin el cura se ahogó, y como había sido un buen cura fue al cielo. Al encontrarse con el Padre eterno el cura le increpó diciendo: "Señor, yo confiaba en ti, y estuve esperando que me ayudaras". Y Dios le respondió: "¡Y te parece poco que te mandé por tres veces a los bomberos!"
Hay algunos que dicen que vivimos tiempos difíciles. Piensan que la Iglesia está amenazada, que ya no hay libertad para predicar el evangelio ni vivir la vida cristiana. Nuestro mundo está corrupto y empecatado. Hasta van más allá y afirman que Dios va a castigarnos a todos. Dicen que este mundo está perdido, que si no hacemos algo y rápido llegará la destrucción total.
Si estamos atentos a veces oímos este discurso, o palabras parecidas, en la boca de algunos eclesiásticos, de sacerdotes y laicos. No predican un evangelio de esperanza ni de salvación sino de condenación y castigo. No son profetas de vida sino de muerte.
Lo primero que deberíamos pensar es que no ha habido tiempos fáciles para el evangelio. Ni al principio ni al medio ni ahora. No fue fácil para Jesús que terminó en la cruz. Ni para sus seguidores que conocieron de muchas maneras la persecución y el martirio. Por otra parte, tampoco los creyentes han sido siempre ejemplares en la vivencia de su fe. Pero en esas difíciles condiciones ha sido como el evangelio se ha ido extendiendo por todo el mundo.
Porque hay una verdad de fondo que no podemos olvidar: si el evangelio ha llegado a nuestras manos ha sido porque es obra de Dios y no obra nuestra.
Por mucho que hablen y prediquen los profetas de desgracias no es verdad que este mundo se hunde y que vamos a peor. No es verdad. En realidad vamos a mejor porque Dios, nuestro Dios, el Abbá de Jesús es el que maneja los hilos de la historia y nos va guiando hacia el Reino. No hay que tener miedo. No hay razón para temer.
“Dios escribe derecho sobre renglones torcidos.” Y eso es parte de nuestra fe.
Las lecturas de hoy son una llamada a la esperanza. Nos vienen a decir que el cristiano puede ser cualquier cosa menos pesimista, que creer en Dios es creer en el que está de parte nuestra, en el que tiene contados “hasta los cabellos de nuestras cabezas”. Por eso, Jesús repite dos veces en el evangelio: “no tengáis miedo”.
Naturalmente que suceden cosas horribles en nuestro mundo. Todos, también los creyentes, somos responsables, todos tenemos parte en la culpa. Pero aún así, como dice la carta a los Romanos, “no hay proporción entre el delito y el don”. La salvación que Dios nos ofrece en Jesús, la gracia, es tal que sobra para la multitud.
No hay lugar en la vida cristiana para las actitudes pesimistas. El evangelio no depende exclusivamente de nosotros (si así fuera…). El reino es voluntad de Dios. Es su obra. Y la está llevando adelante. A veces por caminos que nos resultan misteriosos.
Dios está con nosotros y no nos abandona. Está en el corazón de cada hombre y de cada mujer actuando su salvación, aunque nosotros no lo veamos -quizá deberíamos cambiarnos las gafas para percibir mejor esa presencia de Dios entre nosotros, en nuestra sociedad-.
Hay algunos que dicen que vivimos tiempos difíciles. Piensan que la Iglesia está amenazada, que ya no hay libertad para predicar el evangelio ni vivir la vida cristiana. Nuestro mundo está corrupto y empecatado. Hasta van más allá y afirman que Dios va a castigarnos a todos. Dicen que este mundo está perdido, que si no hacemos algo y rápido llegará la destrucción total.
Si estamos atentos a veces oímos este discurso, o palabras parecidas, en la boca de algunos eclesiásticos, de sacerdotes y laicos. No predican un evangelio de esperanza ni de salvación sino de condenación y castigo. No son profetas de vida sino de muerte.
Lo primero que deberíamos pensar es que no ha habido tiempos fáciles para el evangelio. Ni al principio ni al medio ni ahora. No fue fácil para Jesús que terminó en la cruz. Ni para sus seguidores que conocieron de muchas maneras la persecución y el martirio. Por otra parte, tampoco los creyentes han sido siempre ejemplares en la vivencia de su fe. Pero en esas difíciles condiciones ha sido como el evangelio se ha ido extendiendo por todo el mundo.
Porque hay una verdad de fondo que no podemos olvidar: si el evangelio ha llegado a nuestras manos ha sido porque es obra de Dios y no obra nuestra.
Por mucho que hablen y prediquen los profetas de desgracias no es verdad que este mundo se hunde y que vamos a peor. No es verdad. En realidad vamos a mejor porque Dios, nuestro Dios, el Abbá de Jesús es el que maneja los hilos de la historia y nos va guiando hacia el Reino. No hay que tener miedo. No hay razón para temer.
“Dios escribe derecho sobre renglones torcidos.” Y eso es parte de nuestra fe.
Las lecturas de hoy son una llamada a la esperanza. Nos vienen a decir que el cristiano puede ser cualquier cosa menos pesimista, que creer en Dios es creer en el que está de parte nuestra, en el que tiene contados “hasta los cabellos de nuestras cabezas”. Por eso, Jesús repite dos veces en el evangelio: “no tengáis miedo”.
Naturalmente que suceden cosas horribles en nuestro mundo. Todos, también los creyentes, somos responsables, todos tenemos parte en la culpa. Pero aún así, como dice la carta a los Romanos, “no hay proporción entre el delito y el don”. La salvación que Dios nos ofrece en Jesús, la gracia, es tal que sobra para la multitud.
No hay lugar en la vida cristiana para las actitudes pesimistas. El evangelio no depende exclusivamente de nosotros (si así fuera…). El reino es voluntad de Dios. Es su obra. Y la está llevando adelante. A veces por caminos que nos resultan misteriosos.
Dios está con nosotros y no nos abandona. Está en el corazón de cada hombre y de cada mujer actuando su salvación, aunque nosotros no lo veamos -quizá deberíamos cambiarnos las gafas para percibir mejor esa presencia de Dios entre nosotros, en nuestra sociedad-.